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La Revista nº14
Sin idas ni vueltas, ni comederos de cabeza
Autor: ssshhh
Textos / Reflexiones
Fecha: 06 de Mar de 2006
 
La verdad es que se consume
el cigarro conmigo y yo con él,
sin idas ni vueltas,
ni comederos de cabeza.
 
No río...
para eso ya está mi boca
y no lloro...
ya lo hace mi alma por mí
(y a veces se dobla con el viento,
como el junco de la canción
que tanto le gustaba a mi padre)
Así que lo único que me queda soy yo,
estando.
Al final entiendo que no hago nada por nadie
aunque tampoco haga nadie por mí.
 
Que aburrimiento.
Recién me levanto
todas las noches
desayuno y veo la luna
así que no tengo que
soportar un día frío.
No me gusta.
 
Y la vida pasa, amigo,
qué dicho más dicho,
que dicho más tonto,
qué dicho más cierto...
(Tengo la mía un poco quemada
y un poco sucia también,
aunque a saber
quién la tiene impoluta)
 
Las cinco de la mañana
los cubos de basura permanecen vacíos
y yo aquí esperando a saber el qué,
que me metan quizá en uno de ellos.
 
Me aburre la gente, a veces,
y cuando hablan de la vida
pienso "joder, qué sola me sentiría
si no fuera por mí"
 
Eso es todo
y en realidad no he dicho nada.
 
El cigarro apagado
y yo con él,
sin idas ni vueltas,
ni comederos de cabeza.
ANOCHECE
Autor: Silsh
Textos / Poesía
Fecha: 17 de Abr de 2006
 
Se va quebrando el sol
sereno y dócil
aprendiz de guerrero
sin batalla.
 
Las hojas amarillas
desesperan de sed
mientras mudan las sombras
traviesas por las tejas.
 
Asoma su ritual
de empedernidos rastros
con bizarro desaire
ante el perfume
de algún cáliz en flor.
 
Como una limadura
que se hunde
en espiral
por las hendijas
 
murmullos
de pichones ciegos
juegan a ser cigüeñas.
 
Y cuando todo es humo
cuando quema el vacío
en su comparsa frágil
 
se lame el corazón
hasta dar lustre
al aro de gitana
que se prende
en el lóbulo oscuro
de sus horas.
 
© Silsh
http://silsh.webcindario.com
Mirar
Autor: alcohol
Textos / Poesía
Fecha: 28 de Feb de 2006
 
Voy a gastar todo el tiempo en mirarte
Te diría algo como...
He conocido una chica,
Mirarla es como viajar en globo,
Esa sensación de ingravidez en el estómago,
Es bonita como tú...
Es igual que cuando te miro
Y veo que apartas la mirada
Es como la puta salsa de los chinos...
Es tocar el cielo en ese globo
Y quedarme sin nada...
Hondo y Blando
Autor: electrofredja
Textos / Poesía
Fecha: 22 de Mar de 2006
 
En las motas de polvo hay números
y bajo la cáscara de sortilegios de cada uno de ellos
el yugo de tu sonrisa, materia.
 
Era una nocturna hora, blancas cortinas susurrando.
Grillos taponando el silencio
y Girasoles albinos durmiendo sobre mi regazo (saliva de la luna).
Todo lo importante acontece cuando pestañeo.
 
Nada sé de la vida, deja vú astronómico,
me pego a tu cuerpo como un agujero.
 
En las motas de polvo hay números
y bajo la cáscara de sortilegios de cada uno de ellos
el yugo de tu sonrisa, materia.
Rimita
Autor: Alberto
Textos / Reflexiones
Fecha: 28 de Mar de 2006
 
Cuando se ignora la magia
cuando lo sagrado es olvidado
cuando un día solapa el anterior
cuando se deja morir una flor
 
cuando me la suda todo
cuando escupo en el dolor
cuando sé que me acordaré
 
cuando puedo olvidar un beso de verdad
cuando la rima me cansa
cuando el cuando es ridículo
 
Ni siquiera entonces, sé lo que pasará
VOREMIA
A la niña de la noche
Autor: Infernal
Textos / Poesía
Fecha: 17 de Abr de 2006
 
La veo de noche, nunca de día,
podría ser mi compañera de vida.
 
Con cada sonrisa, con cada mirada,
me va hechizando su rostro de hada.
 
Podría probarla hasta empalagarme,
ni aún así dejaría de gustarme.
 
Podría quedarme junto a ella,
aún si dejara de ser bella.
LOS CONFINES DEL MUNDO
Autor: Carlos
Textos / Relatos
Fecha: 20 de Mar de 2006
 
Carlos Montuenga
doctor en ciencias
 
Esta noche he vuelto a soñar que estaba en tierras de Valladolid. Paseaba por un pinar próximo a Olmedo con mi padre, quien se lamentaba por la mala situación de sus negocios. Era un día radiante, colmado de promesas primaverales, pero sin saber cómo, se desataba un viento helado, el sol se oscurecía y sobre la negrura del firmamento comenzaban a brillar las estrellas.
Quedaba yo mudo ante aquel prodigio, pero mi padre continuaba hablando y hablando de sus asuntos, sin prestar ninguna atención a la extraña mudanza que sufría el mundo. Luego, su voz perdía poco a poco el timbre humano para ir convirtiéndose en una especie de lamento monótono , cada más agudo, mientras la tierra se llenaba de resplandores que proyectaban sombras fantásticas entre el ramaje de los pinos. En este punto me desperté con sobresalto y caí en la cuenta de estar oyendo el canto lastimero de una de esas aves con penacho rojo y plumas multicolores que anidan en los enormes árboles de la isla.
 
Mis ocho compañeros y yo hemos perdido la cuenta del tiempo que llevamos aquí ¿dos años? ¿tal vez más? pero recuerdo como si fuera ayer, aquella mañana en que nos hicimos a la mar en la Coruña: las armas de Castilla ondeando al viento en los mástiles de las naves , el trajinar de los hombres por la cubierta atestada de aparejos, la voz firme del piloto ordenando tender las velas, el griterío de familiares y curiosos agolpados en el muelle para ver la flota partir rumbo a las Indias.
Nuestro señor, el emperador Carlos, había encomendado a García Jofre de Loaisa , capitán general de la Armada, organizar una segunda expedición a las Molucas, aquellas islas ricas en especias situadas al otro lado del mundo, que había descubierto unos años antes Fernando de Magallanes, en el curso de un asombroso viaje en el que perdió la vida. En su nave viajaba un vasco de Guetaria, un tal Juan Sebastián de el Cano, que al ser capaz de regresar a Sevilla desde las islas viajando siempre hacia el oeste, disipó cualquier posible duda que pudiera albergarse aún sobre la redondez de la tierra y, al tiempo, encontró el camino hacia la fama.
Pero volvamos a la expedición de Loaisa; se fletaron siete buques y se nombró al propio Juan Sebastián piloto mayor de la flota. El monarca confiaba en que esta empresa cumpliera varios fines: por un lado estaba la organización del comercio de especiería entre los nuevos territorios de su inmenso imperio, por otro se trataba de llegar a un acuerdo con el rey de Portugal, quien alegaba no sin razón, que la línea de demarcación establecida en el tratado de Tordesillas había quedado desvirtuada, pues si el orbe era esférico, tal línea , válida solo para un mundo plano, habría de convertirse en un círculo máximo que lo dividiera en dos hemisferios, uno portugués y el otro castellano.
 
Cuando se organizó la expedición de Loaisa, contaba yo con veintinueve años. A los dieciocho, había salido de Olmedo contrariando a mi padre, quien estaba impaciente por que me pusiera, cuanto antes, al frente de un próspero negocio de manufacturas de lana, que había ido pasando de una generación a otra desde mucho tiempo atrás.
Ya durante mi niñez, la familia gozaba de una situación desahogada ,y cuando alcancé los once años de edad, habíase encomendado mi educación a un canónigo de Valladolid, una persona docta y bien intencionada, de quien aprendí fundamentos de lógica, gramática, matemáticas, geometría e incluso astronomía. Recuerdo con cariño a aquel hombre bondadoso, quien a veces no podía contener la risa ante mis ocurrencias acerca del tamaño de la Tierra o del movimiento de los astros. A medida que fui dejando atrás la infancia, sentía una creciente necesidad de formarme una imagen del mundo, y las noticias que llegaban sobre los viajes a las Indias, no hacían más que alimentar aquel afán; pues si se había conseguido navegar más allá de los abismos del mar tenebroso, desafiando los horrores sin cuento relatados en las leyendas ¿no era ello prueba segura de que la industria de los hombres era capaz de resolver cualquier misterio?
Llegué a la adolescencia dominado por estas y parecidas fantasías. Para enojo de mi buen padre, se me iban las horas enfrascado en la lectura de cualquier libro que cayera en mis manos o deambulando por los campos de la vecindad, más atento al salto de las liebres en las jaras y al vuelo inquieto de los vencejos entre los álamos del río, que a pensar en hacerme cargo de las obligaciones propias de mi edad y condición . A veces, me quedaba tendido sobre la hierba, húmeda aún con el rocío de la mañana, y perdía la noción del tiempo viendo pasar las nubes sobre el cielo luminoso de Valladolid. El espectáculo del mundo en perpetuo cambio, ofrecía al menos un refugio seguro frente al sinfín de sucesos carentes de interés, que día a día tejían la trama de la existencia en el hogar familiar.
Cuando mi padre perdía la paciencia, solía decir que lo mío era vivir como un ermitaño; tal vez no errara en demasía, acaso la vida contemplativa fuera lo único capaz de ofrecer respuestas a tantas preguntas que bullían dentro de mí. Ansiaba yo, cada vez más, huir de la cárcel en que se había convertido mi vida en Olmedo y al fin, gracias a la intercesión del canónigo, conocedor de mis buenas dotes para el estudio, conseguí la licencia paterna para cursar leyes en Salamanca. El autor de mis días debió pensar que, tal vez, el contacto con aquel templo del saber obrara el milagro de convertir a un haragán soñador como yo, en un hombre con seso, que pudiera atender al fin los asuntos de nuestra hacienda.
 
Salamanca me deslumbró. Su universidad era como un inmenso caldero en ebullición, donde se mezclaban, de forma incomprensible para mí, los elementos más dispares: a un lado, la solemnidad de las aulas, el rigor de los maestros, el placer de poder profundizar en cualquier disciplina; a otro, las burlas al esfuerzo intelectual, las borracheras, las aventuras galantes, el alma inquieta de la población estudiantil, más inclinada a buscar las verdades del Cielo y de la Tierra bajo el corpiño de mozas complacientes, que en el estudio perseverante de las obras de Aristóteles o San Agustín.
Pasé unos meses sin poder centrarme en nada, dedicando la mayor parte del tiempo a deambular de un lado para otro con los compañeros de estudio, como una hoja arrastrada por aquel vendaval de nuevas sensaciones, y solía responder a las frecuentes misivas de mi padre con un rosario de excusas y falsos propósitos.
Algún tiempo después, conocí a Pedro Mejía, hombre de ciencia venido de Sevilla, que habría de jugar un papel decisivo en mi vida. Este joven maestro llevaba algunos años en Salamanca y, a pesar de no alcanzar aún la treintena, poseía profundos conocimientos de cultura clásica, matemáticas e historia, pero sobresalía sobre todo por su inclinación al estudio de los astros, lo que, entre la población estudiantil, le había valido el apodo un tanto desdeñoso de “el astrólogo”, y no era raro verlo en compañía de marinos afamados y de cartógrafos, quienes acudían a él atraídos por su creciente fama de sabio.
Era persona de costumbres austeras y apenas dedicaba cuatro o cinco horas de la noche al sueño. Durante el día impartía clases de matemáticas y atendía un sin fin de obligaciones derivadas del renombre que había adquirido en las aulas. Algunos aseguraban que mantenía correspondencia con Erasmo de Rotterdam, aunque él se declaraba siempre ardiente defensor de la Iglesia romana.
Empecé a asistir a sus clases, y quedé impresionado por la rara habilidad con que era capaz de convertir los cálculos más intrincados en un simple juego de propuestas lógicas. Pero lo que más influyó en mi ánimo para decidirme a indagar en las enseñanzas del maestro, fue su profunda convicción de que el Sumo Hacedor había concedido al hombre de un poder de raciocinio capaz de elevarle hasta la comprensión del cosmos. En su opinión, la ciencia matemática brindaba el único camino seguro para desentrañar las leyes inmutables con las que Dios había decidido regir la Naturaleza.
Todo aquello tuvo el efecto de avivar mi fascinación ante tales asuntos ¿sería pues posible llegar a entender qué es el mundo? Desde la antigüedad, los más grandes filósofos se habían esforzado por encontrar una respuesta a tan arduo enigma; los estoícos concebían el universo como un organismo vivo dotado de un alma, el logos, que regía todas las relaciones entre sus partes. Aristóteles explicó el movimiento de los planetas por medio de un complicado mecanismo de esferas transparentes que giraban unas dentro de otras, y Aristarco de Samos propuso, por vez primera, un sistema heliocéntrico, en el cual , el Sol y la esfera de las estrellas fijas se encuentran en reposo, mientras que los planetas y la Tierra giran alrededor del astro rey. Tiempo después, Tolomeo volvió a situar la Tierra en el centro del universo, al desarrollar un modelo matemático más preciso que se ceñía mejor a las observaciones astronómicas.
 
Decidí arrinconar los libros de leyes y, durante los años siguientes, me dediqué con ahínco al estudio de esas cuestiones, convirtiéndome a la postre en el discípulo más destacado del “astrólogo”, lo que a más de abrirme numerosas puertas en el mundillo universitario, me permitió intervenir en la preparación de varios estudios sobre nuevas técnicas de cartografía, que suponían avances importantes sobre las existentes y fueron recibidos con gran interés por los cosmógrafos del emperador.
Una o dos veces al año volvía a Olmedo a visitar a mi padre, quien resignado desde tiempo atrás a no contar con mi ayuda para la administración de sus negocios, mostrábase cada vez más sorprendido ante el creciente prestigio que su extraño hijo iba adquiriendo entre los doctores de Salamanca.
Realicé estudios importantes por encargo de varias universidades alemanas. Viajé a Italia en algunas ocasiones, y estando en la Universidad de Bolonia, recibí una escueta misiva de mi maestro, rogándome que volviera cuanto antes a España para reunirme con él. Así lo hice, no sin sorprenderme de que omitiera en su mensaje cualquier detalle acerca de tan apresurada demanda, y cuando nos encontramos en Valladolid, me puso al corriente de una importante nueva: se estaba organizando una segunda expedición a las Islas Molucas y Juan Sebastián de el Cano, designado piloto mayor, había requerido sus servicios para auxiliarle en una misión que le había encomendado el emperador en persona; tratábase de establecer con exactitud la posición de las islas, para demostrar que era posible alcanzarlas navegando hacia poniente, sin atravesar los territorios portugueses. Pero el maestro Mejía, aquejado desde hacía meses de unas fiebres que habían mermado sus fuerzas, no se encontraba en condiciones de sumarse a la expedición y había pensado en recomendarme a mí, su más distinguido ayudante, para reemplazarle.
Todavía ignoro por qué motivo me alisté. A nadie se le ocultaban los riesgos inmensos que entrañaba una empresa tal; además mi vida parecía haber encontrado un rumbo seguro, y todavía en plena juventud gozaba ya de cierto reconocimiento.
¿Me movió la ambición? ¿el afán de aventuras? Aun hoy no encuentro repuesta a tan graves cuestiones.
 
Zarpamos de La Coruña en el verano de 1525 con rumbo a las Islas Canarias. En Tenerife, se hizo provisión de agua y víveres, al tiempo que se reforzaba el timón de la nao capitana Santa María de la Victoria . En el término de una semana, aprovechando una fuerte brisa del noreste, el almirante Loaisa dio orden de tender todas las velas y la flota avanzó con rapidez hacia la inmensidad del océano. Se sucedieron las semanas con monotonía y sólo recuerdo que pasaba buena parte del tiempo en una pequeña recámara, rodeado de mapas y cartas marinas. Al anochecer, si el cielo estaba despejado, me reunía en cubierta con el oficial de navegación para fijar nuestro rumbo con la ayuda de las estrellas.
Transcurridos más de dos meses, tras alcanzar los veintidós grados bajo la línea equinoccial, avistamos las costas del Nuevo Mundo bajo soberanía de rey de Portugal. Navegamos hacia el sur sin perder de vista la lejana franja de tierra, hasta que la escasez de las reservas de agua comenzó a sembrar el malestar entre los hombres y el almirante decidió recalar en una amplia bahía al abrigo de los vientos.
Allí permanecimos durante el tiempo necesario para revisar el casco de los navíos y hacer acopio de las escasas provisiones que aquella región fría y desolada podía brindarnos. Durante esos días, hablé en varias ocasiones con El Cano; era un hombre recio, magro de carnes y parco de palabras. Su mirada penetrante translucía una determinación capaz de superar cualquier adversidad imaginable. Supe por él de la insistencia del Emperador en que, una vez alcanzadas las Islas Molucas, no se escatimara ningún esfuerzo para encontrar una ruta de vuelta hacia las costas de Nueva España, pues sólo así sería posible organizar el transporte de especias entre sus dilatados reinos, sin necesidad de cruzar las posesiones portuguesas.
Hicímonos de nuevo a la mar hasta alcanzar el paso al océano de las Indias, descubierto cuatro años antes por Fernando de Magallanes, que Dios tenga en su gloria. Bien quisiera poder olvidar las desgracias que se abatieron sobre todos nosotros a partir de ese momento. El tiempo cambió bruscamente y fuertes ráfagas de un viento helado barrieron la cubierta, mientras enormes olas coronadas de espuma sacudían la nave como si fuera una cáscara de nuez. El pavoroso silbido del viento en las jarcias y los violentos golpes de mar impedían escuchar las órdenes del piloto, salvo durante pausas momentáneas. Tras algunos días de temporal, la nao Santiago, que bogaba a estribor con la arboladura muy dañada, desapareció de nuestra vista, como tragada por la niebla; nunca supimos de la suerte que habría corrido la tripulación y su capitán, Santiago de Guevara.
A breves períodos de calma, siguieron nuevas tempestades, a cual más espantosa, que hicieron zozobrar a tres de las naves restantes. Pero Dios había dispuesto que nuestras calamidades no acabaran ahí; el almirante ordenó fijar derrota noroeste, y al cabo de varios meses más de navegación sin divisar ninguna isla, fue necesario racionar el agua y los alimentos. Los hombres, desmoralizados y con escasas fuerzas, enfermaban de un extraño mal; hinchábanse las encías y los dientes se separaban de su natural asiento con solo tocarlos. El hambre llegó a torturarnos de tal modo, que algunos empezaron a comer ratas que conseguían atrapar en las bodegas.
Las bajas se contaban por decenas y la muerte no respetó ni siquiera al almirante de la flota, quien falleció cuando había transcurrido alrededor de un año de nuestra salida de España. Pocas semanas después, fue Juan Sebastián el Cano el que nos dejó para siempre. Todavía me parece estar viendo a los que quedábamos con vida en nuestro navío, contemplando desde la cubierta cómo el cuerpo amortajado de aquel navegante ejemplar era entregado a la mar desde la Santa María de la Victoria.
De lo que sucedió en los meses siguientes, sólo guardo recuerdos confusos. La poca agua que aún restaba en la bodega estaba corrompida y sólo gracias a la lluvia que podíamos recoger en algunas velas extendidas sobre cubierta conseguíamos mitigar la sed. La fuerza del sol nos abrasaba, me sentía aturdido por la fiebre y albergaba el convencimiento de que era llegada mi última hora.
Hacía ya varias semanas que habíamos perdido de vista a la nao capitana y navegábamos sin rumbo fijo. Una noche, mientras yacía extenuado en la toldilla de popa, me sobresaltaron los gritos de la marinería; empezó a soplar un viento huracanado y a cada golpe de mar, la mesana y el palo mayor crujían de un modo espantoso, como si fueran a saltar en mil pedazos en cualquier momento. En medio de la confusión reinante, sólo alcancé a comprender que nos hallábamos a merced de la tormenta. Al poco, retumbó bajo nosotros un rumor sordo, como el de un trueno, mientras la nave viraba de costado y se oía el estrépito de las cuadernas al saltar hechas astillas. Luego, intenté ponerme en pie y alguien tiró de mí con fuerza, después me sentí envuelto en el silencio y la oscuridad…
 
Aquella isla perdida en el reino de las mareas se convirtió en una nueva patria y, si Dios así lo ha ordenado, será nuestra última morada. Gracias a los restos del naufragio, los escasos supervivientes conseguimos construir una rústica vivienda, en un lugar protegido del sol y los vientos, frente a esta inmensa playa de arena blanca que se extiende entre los arrecifes poblados de peces y las selvas del interior.
Nuestros afanes, desde entonces, se resumen en uno solo: sobrevivir. Y lo cierto es que hemos tenido la fortuna de dar con nuestros huesos en un lugar dónde la prodigalidad de la naturaleza nos asegura el diario sustento.
No creo tener cumplidos más de treinta y dos años, pero me siento como si hubiera visto ya transcurrir toda mi vida. Se desvanecieron las ilusiones que encandilaban los tiempos felices de Salamanca y, sin embargo, cuando en las noches serenas levanto la vista hacia las estrellas, resplandecientes entre el ramaje de la selva, me invade un sosiego que no alcanzo a explicarme.
Me pregunto a veces si nuestra ciencia puede bastar para dar respuesta al misterio de la Creación. Hasta he llegado a pensar que, tal vez, sea vano el afán de buscar la verdad en el discurso sutil de los sabios. Puede que la verdad viva en nosotros ya antes de empeñarnos en encontrarla.
Nosotros y el anhelo que sentimos de entender el mundo, acaso sea esa la única verdad.
 
 
 
 
Notas del autor:
 
-El protagonista del relato es un personaje de ficción. No así Pedro Mejía (1497-1551) destacado matemático y cosmógrafo sevillano, conocido también por su producción literaria, así como por ser cronista del emperador Carlos V.
 
- En realidad, sólo la Santa María de la Victoria, nao capitana de la expedición de Loaisa, consiguió internarse en el Océano Pacífico y llegar a las Islas Molucas ( octubre de 1526) El resto de las naves que componían su flota, o bien se hundieron al intentar cruzar el estrecho de Magallanes, o se extraviaron. Los supervivientes de la nao capitana construyeron un fuerte en Tidore ( Islas Molucas) y resistieron los ataques de los portugueses hasta noviembre de 1530, cuando les llegó la noticia de que Carlos V había firmado el Tratado de Zaragoza, cediendo dichas islas a Portugal por 300.000 ducados.
 
- Los últimos españoles abandonaron las islas especieras entre 1534 y 1535: Entre ellos figuraba Andrés de Urdaneta, a quien le estaba reservado el descubrimiento de la ruta para volver de Oceanía a América.
De todos los caminos de la bruma
Autor: diesel
Textos / Poesía
Fecha: 12 de Abr de 2006
 
De todos los caminos de la bruma
me queda tu mirada silenciosa
!último relámpago de la noche
adornando la memoria del misterio!.
De todos los caminos de la bruma
me queda esa penúltima conciencia
como aprendizaje de nostalgia encerrada
en un sueño de materia blanca.
 
Tu mirada invulnerable y vencedora
a través de los latidos del deseo
!un ir hasta la música del tiempo
atrapado en la noche de la especie!.
!Una existencia tan firme y tan terrestre
como el crepúsculo donde el eco está escondido!.
 
De todos los caminos de la bruma
me queda tu mirada infatigable
que en el suelo evadido de palabras
se anida en la fe de lo lejano
para volver a ti una y mil vesces más
!rayo misterioso de la esencia
en que se convierte mi aventura
en este ejercicio del sentir!.
Ella siempre soy yo
Autor: safrika
Textos / Reflexiones
Fecha: 03 de Abr de 2006
 
La chica quería un cigarrillo. Circulaba a unos 50 km por hora, por el túnel. Con el brazo derecho apoyado en el cambio de marchas, iba dejando caer su dedo sobre el botón que buscaba automaticamente las emisoras de radio.
 
Posiblemente, ni siquiera escuchaba lo que iba sonando en cada parada de los números, que brillaban verdes en la penumbra del vehículo, absorta como estaba en una bolsa de supermercado, que con sus letras rojas y enormes, volaba hinchada por el aire y giraba y parecía bailar un baile perfecto a los ojos de la chica, un baile en sintonía con el viento, cumpliendo una función prodigiosa que solo algunas de las millones de bolsas de supermercado del mundo, llegaban alguna vez a realizar.
 
Estaba claro que si algún día él la mataba, sus padres darían a la televisión una de sus mejores fotos, alguna de hace unos años, en la que saliera delgada y mucho más joven. “Ella lo hubiera querido así “ diría la madre.
 
La realidad propia se ve convertida en muchos casos en una automentira, automedicación contra la desdicha, fallida y narcotizante. - eso pensaba la chica, fijando la vista ahora en las lineas de la carretera, siempre tan gastadas y poco eficaces.
 
En el bar donde entró a comprar tabaco, olía a carne de kebap. La música era estridente, pero ella y el camarero paquistaní estaban solos. Ella se imaginó follando sobre la barra. Observó la limpieza del local: correcta. Desde luego pondría el culo sobre la barra. El camarero apenas la miró, sumido en su homosexualidad de pronto manifiesta, y la chica cogió de la máquina su paquete de Lucky y salió a la calle.
 
El aire siempre golpea en la cara de todos los personajes de cualquier historia, alguna vez. Y muchas otras abofetea, Y en esta ocasión así lo hizo, cambiando radicalmente el rumbo de su pelo siempre echado sobre la cara, y la expresión de sus ojos, que se cerraron un poco detrás del cuello de la chaqueta.
 
En casa y después de recuperar el aire trás subir las escaleras, encendió un cigarrillo y abrió el libro por cualquier página.
 
Ahora, cuando el otro viniera a buscarla, ella le diría que no por segunda vez. La satisfacción que esto le produciría sería nula, al contrario de lo que ella hubiera querido y de lo que esperaba. El corazón se abalanzaría sobre la garganta, y el nudo en el estómago se apretaría hasta impedir la deglución de alimentos durante más de medio año. Después se mordería las uñas intentando encontrar la respuesta correcta en su corazón, dentro.. al fondo: sin conseguirlo.
 
Y seguiría bien, obsesiva, eternamente amorosa, alrededor del planeta principal de su universo. Buceando entre las ropas de un niño sin edad, comiendo en su mano, tal vez equivocadamente, sencillamente hasta el final.