Puede parecer una gran paradoja, pero pocas cosas definen mejor la realidad humana como el hecho de que sólo existimos propiamente en el fluir efímero del pensamiento. Nuestra naturaleza no responde, como la del mundo material que nos rodea, a un "ser" sino más bien, a un "imaginar". Al volver la mirada hacia la actividad diaria de nuestra mente, caemos en la cuenta de que de cada momento es un trampolín desde el que nos lanzamos sin cesar hacia el futuro, imaginando lo que vamos a hacer o dejar de hacer en la hora que sigue, deseando poder lograr esto o liberarnos de aquello, soñándonos en una u otra circunstancia venidera. Nuestro modo particular de existir es creativo, o, más aún, es pura creación que desvela el camino hacia lo que está aún por acontecer. Sin el torrente de la imaginación, sin la audacia de los sueños, nuestra realidad interior languidece, se hace plana; la vida se deshumaniza y apenas podemos aspirar a algo más que a convertirnos en un resorte sumiso de la omnipresente maquinaria social. El mundo es nuestra creación y por eso podemos transformarlo. A lo largo de siglos y milenios, la manera de entender la vida ha ido cambiando sin cesar, y, no obstante, tendemos a dejarnos dominar, una y otra vez, por la ilusión de que nuestro momento es el definitivo, la culminación y el final de la Historia. Así debieron creerlo los fundadores de los antiguos imperios, las multitudes enfervorizadas que se alistaban en las Cruzadas o, mucho tiempo después, los artífices de la Ilustración, verdaderos inventores del mundo "moderno" que nosotros hemos heredado. Pero existen tantos mundos como seamos capaces de imaginar. Y al navegar entre ellos nos adentramos, casi sin darnos cuenta, en esas regiones olvidadas de nuestro ser donde se oculta la clave de la felicidad. Carlos Montuenga
Vida, Creación, Tiempo
4 Jun 2006
Autor:
Carlos