En aquellas Navidades siempre ardía el fogón del horno. Mi madre y mi abuela doraban el pavo mientras mi padre, siempre con su eterna manera especial de liar los cigarrillos de “`picadura selecta”, miraba los quehaceres de las mujeres y los niños jugábamos a ser alguien importante en aquellas fechas. Dejábamos los cuadernos del colegio y esperábamos las castañas asadas para despojarnos del miedo al fogón. También había entonces madalenas para la taza del chocolate espeso. Eran días espesos. Eran horas espesas. Eran minutos espesos. Yo siempre quería ser un yo distinto no por vanidad sino por todo lo contrario; para ser igual que los otros pero con mis propias convicciones. Había apresado a una Princesa y la guardaba en mi corazón mientras se coleccionaban, en casa, los cromos de las banderas de todos los paises. ¿Cúál sería la bandera de mi Princesa?. Lo investigaba con el paso de los años a través de algo tan curioso como el tenis.
Toma mi corazón. Ábreme el pecho y sácame el corazón. Sin miedo. Sácame el corazón y ponlo junto a tu oído y escucha… escucha… escucha en silencio profundo todo su latir… porque él te contará cosas que no puedo, por más que lo intento, hacértelas saber ni hablando ni escribiendo. Necesito contarte cosas profundas y he buscado durante toda mi vida en todos los idiomas, lenguajes e incluso dialectos que existen en este mundo y no he podido jamás encontrar las palabras que quiero que lleguen a tu alma. Así que no tengas miedo. Arrancáme el corazón y ponte a escuchar sus infinitos latidos. Ellos son los únicos que te contarán todo lo que ansío y deseo que sepas de mi. Y no tengas miedo. No. No voy a morir en el intento. Sigue Leyendo...
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