ENERO: Pirracas.
El gato siempre corría a lo largo del pasillo y saltaba por encima de mí mientras yo dibujaba con mis lápices de colores “Alpino” un triángulo equilátero en la hoja blanca de mi cuaderno escolar. Eran tiempos en el que la vía del tren estaba poblada de bulliciosos niños jugando a ser mayores. Yo seguía leyendo “Peñas arriba” y “La venta de los gatos” de José María Pereda mientras Pirracas me miraba desde la sombra del largo pasillo con sus hondos ojos de color azul. Las tardes eran como sueños salidos de Robert Louis Stevenson; relatos fantásticos envueltos en los contraluces de la existencia. “La isla del tesoro” me guiaba hasta la taberna a donde mi padre siempre me enviaba para llenar la bota de vino y, después, marchábamos, él y yo, hacia aquel riachuelo donde me entretenía con los sonetos de Santillana. Pirracas seguía saltando por encima de mí en aquellas tardes madrileñas en las que la luz se reflejaba en los ojos azules del gato.
FEBRERO: Siestas con bicicletas.
Ellos dormían siestas profundas mientras yo me entretenía en tejer sueños de ciclistas barajando cromos bajo las sábanas. !Allí estaba el milagroso baile de los nombres grabados en papel de color sepia marrón donde se cruzaban los momentos de la inocencia dirigida hacia Dios!. Sí. Aquel Dios que observaba mis juegos con la sonrisa de color sepia marrón. Una blanca ilusión fusionada con el sueño de las amapolas; “un rostro en cada ola” en “el contenido del corazón”. Poemas que surgían de mi mente para darle figura a aquella princesita escondida en el fondo de mi alma. Ellos dormían con su materia prima del dinero y la avaricia mientras yo jugaba con aquellos ciclistas que eran como ídolos de papel para combatir el intimista soñar con ella. “La casa escondida” pertenecía a mi pensamiento mientras ellos dormían la profunda siesta. Y en medio del color sepia marrón de los cromos yo sólo podía sonreír para no gritar de ansiedad.
MARZO: Un sueño de madre.
Mi madre soñaba con cosas que para mi padre eran sólo imposibles; pero ella lo guardaba en silencio porque sabía que sí, que lograría volar ente las nubes de España. ¿Imposible?. ¿Qué hay en la vida de imposible? me preguntaba yo mientras ellos (papá y mamá) no concordaban en los mismos fines. Mi padre tenía bastante con ir de caza por los montes mientras en las llanuras de la gran ciudad mi madre se adormecía lentamente viendo sus sueño entre las quimeras. No. No era pura quimera le decía yo mientras la miraba. Es posible. Posible aunque mis otros hermanos no quisieran saber nada del sueño de ella. Pasaban los años entre olores de frutas maduras y yo iba madurando muy lejos de ellos… unos hermanos quemeimportistas que sólo pensaban en acumular caudales de monedas ganadas en base a la malicia. ¿Volar?. ¿Cómo podía decir mi madre que soñaba con volar?. Mas yo me daba media vuelta en la cama y renunciaba a seguir sus juegos. Aquella desesperación de mi madre tuvo un final. !Pudimos volar!. !Por fin volamos mi madre y yo con rumbo a Valencia!.
ABRIL: Tal como éramos.
El “Emi” sólo pensaba en la preocupación de que las chicas guapas desaparecieran cuando fuéramos mayores. El “Boni” perdía el tiempo coleccionando estampas de atletas grecorromanos soñando que se encontraba batiendo récords en las Olimpiadas de Madrid. El “Maxi” nunca se apasionaba por nada salvo dejar pasar el tiempo aprisionado por los mimos que lo infantilizaban más cuando más los buscaba. La “Isa” comerciaba con los comics de hadas que yo leía jugando a ser su comprador sin prejuicios machistas. Y mientras yo jugaba con mi hermana a ser vendedora y comprador de imaginaciones, el futuro (sólo el futuro) decidiría quién llevaba la razón de estar así los cuatro. El tiempo pasaba y yo me guiaba siempre más y más por los ojos de mi princesita de la selva. !Vuelve aquí! me gritaba el “Emi” temiendo que las chicas guapas se acabaran cuando fuésemos mayores. Pero yo ya estaba soñando lejos, muy lejos, para poder volver… ocupado en seguir soñando con mi princesita mientras discurría la existencia.
MAYO: Matando a un gorrión.
Bajó del autocar con su carabina en ristre. Apuntó directo al corazón del inocente, humilde e inofensivo gorrión. Después, sin ninguna clase de remordimientos de conciencia, disparó. El pajarillo dejó de existir mientras su pareja lloraba en el nido. Desde aquel día supe que nunca jamás sería como él. Y comencé a dibujar gorriones imaginarios cantando como ruiseñores. Abrí la caja de mis zapatos nuevos, me calcé los más grises que encontré y salí hacia el mundo a sembrar gorriones cantando como ruiseñores… lejos… muy lejos de la carabina de él y del loco tío del molino que tanto reía cuando los gorriones caían muertos en el huerto donde las luciérnagas nocturnas servían de plañideras. Me juré a mí mismo que un día, cuando fuese sólo un poco menos niño, escribiría un poema universal repleto de cantos de gorriones. Y entonces comprendí que más allá de los mares también había otras tierras para seguir hablando con ellos e ir sembrando palabras de amor palabras como había aprendido del poeta. Y dibujé gorriones grises con vida eterna.
JUNIO: El cobaya.
El cobaya sufría. Otra vez, de nuevo, la maldad hacía daño a un ser inocente, humilde e inofensivo. Medio adormecido por el dolor sentí a los rayos del sol alumbrar tras la ventana del lavabo. No. No seguiría jamás el camino de quienes apedreaban a los vagones del tren. Al contrario, yo había ya dispuesto que mis ilusiones serían no de apedreador de trenes sino de viajero dentro de un vagón lleno de seres humanos. Mochilas. Maletas de madera. Trenes saliendo. Trenes entrando. Siempre recordaba yo el dolor del cobaya inocente, humilde e inofensivo en un mundo mágico que yo detectaba en mis intuitivas sonrisas bohemias. Y dejé plasmado un texto bajo los rayos del sol: “Por las vías circula la sangre de los railes que limpian la oscuridad y la convierte en roja sangre de un perro negro”. Y al llegar el alba tomé mi mochila de ilusiones y me lancé a la aventura de olvidar a aquellos embrutecedores apedreadores siguiendo las consignas de Machado. No hay camino si no somos capaces de caminar. Me puse en pie retando a los apedreadores de perros callejeros y a los torturadores de cobayas inocentes, humildes e inofensivos. Hice que la luz estallara ante ellos y sólo se convirtieron en moribundos fantasmas del pasado.
JULIO: El burro.
El burro bajaba lentamente, como si fuera Platero redivivo, espantando las moscas con sus grandes orejas camino del abrevadero donde las mujeres chismeaban sobre cosas del vivir cotidiano y, somnoliento, bebía trago a trago mientras yo esperaba pacientemente la llegada de la perrita blanca. Era algo así como un viajar sobre el viento. Las columnas de hormigas trepaban por el pilón “juanramoniano” de aquel laberinto donde la soledad sonora quedaba plasmada entre piedras, cielo y los olivares. Cada ladrido de la perrita blanca era un saludo a las palomas que, sedientas, se acercaban al pilón para acompañar a la mañana del burro cansado y somnoliento. Él movía las grandes orejas para escuchar mis palabras mientras se espantaba las moscas y después, nuevamente cual Platero redivivo, subíamos la cuesta hasta la tienda de ultramarinos donde yo compraba el chocolate buscando el cromo de Uribe que, en aquellos momentos, le presentía aparecer entre Arteche y Arieta. Mi corazón seguía ardiente, acompañado del paso lento del borriquillo que seguía escuchando y espantando las moscas moviendo sus largas orejas.
AGOSTO: Melones.
El olor a melones pasados llenaba todos mis sentidos por el bulevar. Los militares paseaban intentando dominar aquel batiburillo de gritos indecentes con los que el meloreno rajaba, como demostración de valentía ante el grupo de mujeres que, alegres, tocaban todos los productos, les hacían la cala… y después decidían que era mejor comprarlos en el mercado de Ibiza; mientras el viejecito de las pipas de girasol sacaba relucir el paloluz, el regaliz y las cajas de sorpresas con una lagrimita llena de nostalgia. Los hervíboros paseaban por el descampado donde todos éramos, en un principio, contrabandistas de tabaco… hasta que llegó la excavadora y arruinó las cuevas de los malos sueños dejando a los gitanos al aire libre de aquel verano en que bañarae públicamente costaba más de dos reales. El olor a melón pasado impregnaba las camisas de los falangistas que, agrupados como comadrejas, cantaban cara al sol mientras yo miraba a las niñas vecinas cantando a la luna. El caso era llevar la contraria a los de la camisa azul porque me encantaba el color amarillo de los locos de Leganés. El olor a melón pasado impregnaba a toda la barriada.
SEPTIEMBRE: Don Florencio.
Don Florencio recitaba, vez tras vez, el recorrido del río Duero mientras yo aprendía que nacía en los Picos de Urbión y desembocaba en Portugal por la ciudad de Oporto… pero mi memoria jugaba con los versos del poema y, como exasperado en sus orillas, bajaba imaginariamente mientras me convertía en palabras humildes envueltas en gotas de rocío. El Esla y el Tormes eran entonces marineros que navegaban río arriba y río abajo montados en las cáscaras vacía de las nueces, por los mares del lavabo envueltos en pompas de jabón; dando la vuelta al mundo en los 80 minutos que duraba mi memoria para recordar aquella retahíla de ríos peninsulares. Mi padre, fumando Peninsulares, me observaba en silencio mientras Don Florencio le había avisado de que en aquellos marineros imaginarios que yo embarcaba en las vacías cáscaras de nueces había una especie de escritor a lo Marco Antonio Montes de Oca por su imaginación, metáforas y pasiones poéticas que, con medida o sin medida, siempre acababan con un final de fantasía.
OCTUBRE: Pelotas de goma.
Era un verdadero ejercicio de malabarismo sideral dominar aquellas pelotas de goma que botaban, siempre, con el efecto contrario al que deseábamos trazar. En el corto espacio de unos pocos metros cuadrados aprendía yo lecciones de geometría futbolística aplicada al sistema de ecuaciones compuestas para hace que aquellas pelotas encontraran el camino directo de mis fantasías. El verdadero peligro no eran las piernas de los rivales sino aquella dichosa escalera de piedra que rompía los nervios de mi siempre malhumorado hermano cuando no le quedaba otro remedio que introducirse por el agujero de los imposibles mientras yo ideaba las estrategias más adecuadas para conquistar algo más que el gol. No eran golpes de fortuna sino ideas soñadas la noche anterior para despistarle entre tanto laberinto de efectos contrarios a sus aspiraciones para con la princesita. Los escalones de piedra servían para sentarse a meditar de vez en cuando. Y mi estrategia consistía en elevar el número de botes de las pelotas de goma a una enésima potencia con la que conquistar el gol y la princesita soñada. Así iba yo introduciéndome en la selva abrupta de mi amor.
NOVIEMBRE: Congelados.
Congelados pasaban las horas en aquella Pequeña Siberia, cuando los norteamericanos estadounienses nos regalaban leche en polvo y queso duro y amarillo. No. Nada de leche en polvo. Eso quedaba para los más ignorantes. A veces hasta me atrevía a comer aquel queso más duro que las suelas de los zapatos “Gorila”. Era entonces cuando él hacía el gorila aplastando las narices de los desprevenidos infantes mientras yo seguía aspirando el fresco aire invernal de la Pequeña Siberia escribiendo poemas como un canto general compuesto de odas elementales para la belleza femenina y aunque a mi madre no le gustaba la rima de aquellas odas subidas de tono yo confieso que vivía una especie de estravagaria bohemia con sentido amoroso que escapaba de sus razonamientos simplemente maternales. Como Amado Nervo me introducía en los jardines interiores de mis pensamientos construyendo un laberinto sentimental y confidencias que ninguno de mis otros tres hermanos varones podían comprender, tan ocupados como estaban en buscar perlas monetarias más o menos materialistas. No. Lo mío era una voz baja lanzada hacia el misterio.
DICIEMBRE: Fin de Año.
Y llegó el Fin de Año. El pavo temblaba mirando al cuchillo amenazador de la abuela. Pirracas dormía ya su existencia entre las vías del tren donde los duros del barrio jugaban a ser mayores. Los familiares llegaban desde Cuenca y querían saber quien de los cuatro era el que narraba historias bajo las sábanas. No lograban discernir nunca, tan absortos como estaban en admirar a mis tres rivales, que era yo el que se introducía en la arboleda perdida de mis memorias de gotera mientras componía canciones como un hombre deshabitado. Tan absortos estaban en quedarse con la boca abierta antre las monerías del “Emi”, del “Boni” y del “Maxi”, que no pudieron descubrir nunca la verdad de aquellas noches negras en que me convertía en torero y manejaba los versos para entablar mi propio combate contra mí mismo. Y esa era la cuestión primordial. Pasar el Año Nuevo con el caledoscopio y, asomado a la ventana del quinto piso, interiorizarme en mis sentimientos rescatando mi sonrisa bohemia para seguir escribiendo mi diario íntimo kafkiano mientras mi Princesa recibía amapolas rojas nacidas de mi imaginación.
Otro beso para ti, Alicia. Sólo una cosa: la gotera desapareció…
No he podido leerlo todo, pero lo haré, me encanta tu forma narrativa y como hablas de tus juegos y tus sueños, que no se apagen nunca amigo disel, sigue avivando la hoguera de tus juegos,tus sueños y tu bienestar, un beso