Casi nos convencen de que los jilgueros son peligrosos
La comunidad estaba harta de disparos y fusiles. Todos querían desterrar las armas. Era un sueño pacifista: una utopía de paz. Pero no pudo ser, tampoco entonces.
El patrón, el de la escopeta más grande, advirtió que -aniquiladas las bestias más feroces- proseguiría las cacerías, porque eran ahora los pájaros quienes desafiaban el silencio con sus trinos amenazadores. Urdió una inicua patraña: “Las avecillas del bosque se están armando, sus gorjeos son cantos de guerra”. Ordenó exterminar a las malhadadas criaturas aladas, tergiversando con una “última cruzada para acabar con los trabucos… de los petirrojos”.
El embustero matón pidió escopeteros voluntarios para luchar contra los ruiseñores. Algunos serviles acudieron prestos en auxilio del seguro vencedor de tan desigual batalla. Allá marcharon, a la arboleda. Las descargas y los tiroteos fueron estruendosos. Mataron por millares alondras, mirlos y estorninos, pero no pudieron volver triunfantes del todo. Siempre quedaba alguna golondrina viajera para cagarles en la cabeza. Ello reafirmaba que las almas inocentes volarán eternamente por encima de los malvados culpables, quienes nunca podrán mirar al cielo sin temer su merecido castigo. ¿Cuándo entenderán los fantoches espantapájaros el secular proverbio: No pidas un cañón para matar un gorrión?