La sentencia le retumbó en los oídos, repercutiendo con la fuerza ancestral de centenares de miles de residencias.
—El fuego del hogar es sagrado —dijo él. Estaba aburrido y quería hacer algún comentario.
— ¿Sabes por qué? —preguntó ella, más por seguirle la corriente que por un verdadero interés.
— Es otro de los resultados de la evolución. El fuego, además de brindar calor y ser el recurso para cocer los alimentos, con lo cual se digerían mejor, brindaba protección contra las fieras que merodeaban.
Ella se recostó cómodamente en el alto espaldar de su silla, reflexiva.
—Después, cuando se asentó la civilización y aparecieron las ciudades, el fuego siguió cumpliendo las mismas funciones y el ser humano se convirtió en su devoto. Le dejó un espacio en su casa, el hogar, el punto más sagrado…
Ella seguía pensando. La civilización y todas sus reglas. El trabajo que te roba tiempo supuestamente destinado para amarte mejor, querido; la soledad que intento destruir mirando a través de la ventana para borrar, horas después, lo amargo de tu ausencia bajo el rugido de otra fiera preferida.
—Tengo frío —dice ella de pronto y se da calor rodeándose con los brazos.
El enciende un puro.
Con gesto indiferente arroja la cerilla encendida en las brazas.
El fuego del hogar vuelve a iluminar los rincones de la sala.
FIN
Adriel Gómez Mesa
Agosto 2009