Virginia Woolf escribe una especie de tiempo transcurrido bajo el parámetro de la monotonía existente entre la soledad y la falta de soledad de la persona. Destacan los rincones del alma gris de los londinenses. El silencio de la lluvia callada, que es como un palacio de existencia para las compañías silenciosas. Los elegantes anfitriones de la literatura de Virginia se convierten en simples chismes de sociedad. Siempre el mismo “vos mintiendo con vuestra flema” parece criticar Virginia Woolf en estas páginas. Grupos. Pequeños grupos de selectas palabras sencillas convertidas en fantasmas de la moda lingüística. Fulanito, menganito, zutanito y perenganito hacen esto y aquello. Buena crítica social la de Virginia.
Los muelles de Virginia son lugares de romanticismo gris deslizándose en el torbellino de los embalajes literarios entre grandes tinglados de sonidos propagandísticos. Y venga el mar gris y el cielo gris. Buques del mundo y para el mundo. Un desfile globalizador (aquí Virginia Woolf se antepone a su tiempo presente) pero, en el fondo, la misma tristeza del tiempo. Estampas de viejos años de otros siglos como si el rumor y el rugido del Támesis las hubiese atrapado con su vieja pátina grisácea. Almas surgidas, de repente, en cualquier callejón de los muelles de Virginia.
Por otro lado, un ritmo de lujo “de seda” como cortado con tijeras para buscar la perfección idiomática. Ficciones moralistas de sus personajes elegantes. Compra venta del tiempo aquel del Gran Imperio Británico. Oxford Street, por ejemplo, se mece en un sinuoso transitar de nostalgias. En realidad, las gentes londinenses retratadas por Virginia sólo son sueños del pasado imperial. Y hay como un griterío de voces deedicadas a un Londres atemporal.
Virginia nos habla de Dickens, de Johnson, de Carlyle, de Keats… de un conjunto de poetas que buscan una estética métrica (como cortada por un sastre puritano) para hacer juegos de imágenes. Es como un insomnio de amores carcomidos por el puritanimo defraudador. ¿Que son en realidad, por ejemplo, Keats, Brown y los Browne?. En estas citas siempre hay familias viviendo en febrero; de ahí que la limpieza aparente sea sólo una sombra lúgubre de los famosos jardines londinenses. Son autores que parece que van a salir de un momento a otro de las páginas de la historia literaria como sueños imposibles. Y Coleridge y Shakespeare, mientras tanto, quedan fundidos en el abrazo a una saga familiar que siempre vive en febrero.
Los abades y los señores catedralicios nunca faltan en la literatura de Londres. Es imposible escribir algo sin ellos, porque son los universales abades y señores catedralicios de la sociedad inglesa. Demasiada grandeza plomiza y demasiada falsa bendición religiosa. No me gustan las disposiciones literarias inglesas sobre sus abades (aunque sean de Westminster) y sus señores catedralicios. A mí no me gusta ese superpoder de la iglesia británica sobre los escritores ingleses. Para ser sincero, los obispos y abades me parecen persopnajes verdes, como con pátina herrumbrosa y vieja de las fotografías del siglo XIX. Y en cuanto a los campus universitarios de la literatura londinense los encuentro correctos, modélicos, pèro demnasidado grises y aburridos. Férreos en una plabra.
Virginia Woolf, a veces, logra encontrar espacios blancos en su forma de escribir este libro pero para mí que todo él es de una tono muy gris. Demasiada lluvia de palabras discursivas (pero no porque sean discursos) sino porque discurren entre escenas a las que les falta la sal de la vida. Esa sal de la chispa de los escritores y escritoras de España. Y es que nada tiene que ver el frío, melancólico, triste, aburrido y abúlico romanticismo inglés con el onírico, sensualista y florido romanticismo español de color y calor. Entre ambos existe la distancia de la luz.
El libro está bien escrito. Se puede leer con facilidad y da buenos detalles de todos los aspectos de la vida en Londres. Pero estoy seguro de que mañana mismo ya no estará en mi memoria.