El otro y yo, niños todavía, seguíamos el mismo camino de las rojiblancas albas, buscando entre el rojo y blanco del amanecer, a la misma Princesa que habíamos soñado las noches anteriores. Él iba siempre el primero y por eso le llamaban El Señor de Oro. Yo iba siempre detrás, situado a cierta distancia, y por eso me llamaban El Caballero de Plata. Él me servía de guía y de faro en aquel voraginoso transitar por las calles. La chica del reloj nos servía de cronómetro para saber a cuánta distancia estábamos de la costa y cuándo sería la hora de llegar a la cima. Él y yo soñábamos con la misma Princesa, pero el problema, imposible de solucionar, era que la Princesa sólo amaría a uno de los dos.
llegamos, por fin, a la costa. El mar estaba agitado y furioso y había que cruzar el mar y, no sólo eso, sino que también había que adentrarse en la intrincada selva de los indios feroces, los cocodrilos hambrientos y las serpientes venenosas. Así que él decidió convertirse solamente en marinero en tierra. Yo debía decidir, por mí mismo, ya libre de su estela de oro, entre dos preguntas muy difíciles de responder: ¿cruzar el mar y adentrarse, solitario, en la selva de los mil y un peligros dejándolo todo atrás o seguir con él y convertirme, asimismo, en marinero en tierra?. Ambos sabíamos que Ella no estaba dispuesta a compartir su lecho con los dos al mismo tiempo. Sólo uno. Ella sólo elegiría a uno de los dos. El caso era saber quién la soñaría con mayor intensidad.
Entonces fue cuando él se convirtio en Torquemada de muchachas inocentes y yo me convertí en Orellana. Nos despedimos con un “hasta nunca” y él se volvió a la Gran Ciudad a castigar a las chicas inocentes y yo me arriesgué a cruzar el mar y adentrarme en la selva llena de espíritus malignos y, por otro lado, de hombres buenos. Así fue cómo dialogamos en aquel momento.
– Lleguemos a un acuerdo -dijo el otro.
– Depende… -contesté yo.
– Unas veces tú y otras veces yo… ¿vale?.
– !Jamás!. O tuya o mía, pero si la consigo, entiéndelo bien, jamás la voy a compartir contigo ni con nadie. Eso que quede bien claro.
La lluvia arreciaba. La niebla hacía inmposible ver más allá del horizonte marino.
– No. Yo no deseo navegar en estas condiciones -dijo el otro.
– Yo sí. Yo sé que para conquistarla habré de abandonarlo todo y embarcarme hacia ese neblinoso horizonte y adentrarme allá en donde las serpientes venenosas pueden matarme… !pero quiero intentarlo!.
Él se marchó sin despedirse de mí, airado por no querer yo seguir más veces los caminos detrás de él. No me importó en absoluto. Yo solo, en mitad de la sombra de la noche, miré a la luna. El mar me engulló por completo y me perdí en el horizonte…