Muchas veces sentimos la sensación de ser pequeños, diminutos, como gotas que se borran en el accidentado paisaje urbano de la Gran Ciudad. Quizás esa sensación sea un valioso alivio para nuestra alma. Sentir un poco la sensación de pertenecer a la galaxia de las esperanzas a la hora de tomar “el café de las palabras” surgidas de su escondite latente… para plasmarlas en el mundo de las verdades inventadas por nosotros mismos sin saber exactamente por qué. Y es que es mejor no saber por qué inventamos vocabulario para estar aquí, en este universo paralelo donde la garantía de ser algo se palpa en la fértil conciencia de nuestra existencia. Crear, poco a poco, los fonemas, los morfemas y los lexemas de nuestro caminar, adobados con la sal y la pimienta de este sentir que llamamos estadía.
Estadía ¿en dónde?. Estadía en algunas de esas estaciones en que, diariamente, tomamos el tren de las dimensiones ocultas de nuestro doliente, dolido, doloroso interior, para salir a la superficie y plasmar sentimientos de presencia; soltando relámpagos de inquietos sueños antes de aterrizar en la autopista de todos los viandantes.
No lo esperamos nunca a una hora determinada… pero siempre aparece, inesperadamente, el mensaje de la memoria que sale a la luz desde nuestros disfraces diarios. Y llega a tiempo para obsequiarnos un espejo donde visualizar el espacio de nuestras ideas más valientes; esas que tenemos que asumir para ver cumplido el adagio de Nelson Mandela: “No es valiente el que no tiene miedo, sino el que sabe conquistarlo”. Y pequeños, diminutos, como gotas que se borran en el accidentado paisaje urbano de la Gran Ciudad, lo conquistamos a fuerza de palabras redentoras.