No puedo decir cómo empezó… pero en mi memoria queda siempre bailando, como una mazurca para dos miedosos, aquel hombre barbilampiño, cejijunto (sólo una raya para cubrir la parte superior de sus ojos) y con un ojo de cristal de donde siempre parecía surgir una extraña lágrima que no era más que el reflejo de la luz solar. Sus orejas, de boxeador encajador, encajaban perfectamente con aquel rostro cortado a navaja que parecía bajar, en forma de tubo de píldoras, desde una inmensa mata de pelo color zanahoria, como una maceta de nabos colgando, a manera de helechos, sobre una frente llena de arrugas en donde se podía leer un pasado borrascoso ya que las canas floreaban sus patillas que, en forma de “boca de hacha”,
parecían querer juntarse con las aletas de una nariz que semejaba a un caballo en pleno galope por la cantidad de humo que expelía de fumar aquella especie de cigarrillos que, sin boquilla, dejaban pegados a sus gruesos labios pajizos restos parecidos a las motas del serrín de las maderas con las que trabajaba en su taller. El cuello, grueso como el de un rinoceronte, presentaba unas extrañas gorduras que se inflamaban cuando nos veía pasar, todas las tardes, asidos de las manos para no perdernos por las estrechas callejuelas. Y siempre que caminaba, moviendo un vientre tan hinchado como una hidra a punto de fagotizar imaginarios peces de color anaranjado salpicados de un azul tan celeste como el iris de las pupilas del carpintero, movía torpemente las enormes piernas que acababan en dos especies de yunques de platero (tal era la palabra que los definía el crucigrama que rellenaba, concienzudamente, mi primo Juanito) mientras el peso hacía que bambolease el trasero de una manera de resaca playera; igual que las olas quen nos traían, al atardecer, verdes algas que yo recogía del mar para colocárselas en su frente mientras la besaba tranquilamente, con un placer simplemente ingenuo, y le hablaba de viajes imaginarios que ella pintaba en las mañanas del domingo siguiente (cuando yo me afanaba por marcar al jugador rival, arrebatarle el balón y, después de varias intrincadas trayectorias, con éste de un lado para otro de la cancha, poder marcer el gol que luego, por la tarde, le narraba en el asiento del andén de la estación; con ella pegada al helado que había arruinado mis humildes bolsillos). ¡Pero qué importaba el quedarse huérfano de dineros si la tenía toda entera para mí y la podía mirar a sus ojos con tanta ilusión que nunca recordaba que a las siete debíamos volver a la vida real.
El caso es que aquel hombre, con unos brazos demasiado delgados para tan ancho tórax (que parecía una especie de búfalo somnoliento cuando el sol le daba de pleno en el rostro), nos miraba de hito en hito como queriendo amonestarnos por el hecho de ser felices, Era, no sé por qué, algo asi como tropezarse con un ser de otro territorio ubicado más allá de nuestros pensamientos que se asaltaban de inquietud al ver sus manos callosas, huesudas, excesivamente flacas para el gusto de ella y excesivamente blancas a mi parecer; porque la apariencia de carbonero del resto de su figura personal entraba tremendamente en contradicción con aquel tono alabastrado que le recorría desde las uñas hasta el codo (siempre llevaba arremangadas sus camisas de cuadros de color caqui con azul o de beige con limón que tanto hacían reír a mi enamorada), marcando las siluetas de sus arterias violáceas. No me sorprendía, por lo tanto, que al pasar junto a él, Bibiana (mi siempre soñada “Bibi” para mis cuentos y poemas) apretase más fuerte sus dedos en mis antebrazos, hasta que sus uñas dejaban ligeras marcas en ellos y yo tenía que tranquilizarla dándole a entender que sólo eran suposiciones de ella; que aquel hombre también tenía un corazón humano y que posiblemente sucedía que el rictus de amargura que recorría su boca de comisura a comisura debía ser por culpa de alguna desgracia callada de su juventud. O simplemente sucedía que tenía molestias estomacales por algún estrago producido a causa de alguna úlcera intestinal, ya que lo que no podía evitar era dejar de estar pegado a aquella botella de coñac de barril con que se pasaba todos los días de su existencia.
Un día en que, armándome de un valor impropio de un joven de diecisiete años, decidí entablar conversación con él y, al mismo tiempo, desentrañar cual era aquel misterio que rodeaba al extraño vecino que tanto tenía atemorizado al barrio desde que, hacía exactamente seis meses, había instalado su carpintería en la antigua lechería de don Gerardo. Antes de aquello pensé en ella y me encomendé a todos los santos que podía recordar y que, aun siendo más bien pocos, podrían ayudarme en la tarea de acercar mi curiosidad al gigantesco pirata (a veces le decían así cuando tapaba su ojo cristalino con aquel parche de cuero negro que anudaba a sus extrañas orejas de coliflor), aunque tuviera que escuchar alguna que otra palabra malsonante de aquella que empleaba cuando el gato de la portera había hecho sus necesidades, aprovechando la nocturnidad de las madrugadas frías, ante la puerta de su establecimiento.
– ¡Buenas tardes, don Germánico! -Y la verdad era que tenía tipo germánico el hombretón.
– ¿Qué se te ha perdido por aquí, Josele? -soltó con una voz tan tenebrosa que hasta la vecinita de al lado, la pizpireta Rosalía, que pasaba por allí, volvió su vista para saber qué tremendo accidente habría podido ocurrir…
– Sólo quería hablar con usted unos minutos si puede ser que no le moleste demasiado en su tarea laboral.
Por un momento toda la anatomía del Tío Camuñas parecióme que entraba en convulsión. Era, en verdad, la primera vez que alguien parecía tener interés en hablar con él fuera de las cuestiones oficiales de los encargos muebleriles o el cobro de impuestos municipales. En ese momento me pareció creer que la lágrima de su ojo era verdadera…
– ¿Tú deseas hablar conmigo de algo que no sea un asunto laboral?.
– Por supuesto que sí.
– Antes de ello es necesario que me lo demuestres acompañándome con un trago de esta botella -y me puso el envase tan cerca del corazón que no tuve más remedio que asirla con la mano derecha para evitar que el frio cristal de la botella siguiese lacerándome el pecho como una aguja clavada en mi sensibilidad.
– ¡Eso está hecho, don Germánico! -Y para demostrarle que mis intenciones eran buenas me colé entre pecho y espalda un trago tan largo que luego tuve que apretar los dientes para no dejar entrever que aquello sabía a corcho empapado de brea o algo por el estilo.
Entonces fue cuando el cerúleo carpintero me golpeó tan brutalmente en la espalda mientras saltaban unas virutas… que me pareció que, por un instante, todo el planeta habia impactado con mis músculos costales. Pero pude mantener el equlibrio…
– ¡Bueno, muchacho!.¡Debes de saber que quien se atreve con esto -y me arrancó la botella de la mano con un movimiento similar al de las aspas del molino que había vito yo en Campo de Criptana -es que es más hombre de lo que parece!.
– Gracias por el cumplido -pude decir antes de toser dos o tres veces o más- pero aquí lo que importa es hablar de algo más interesante… ¿no cree?.
El Tío Camuñas se metió para el cuerpo otro trago todavía más largo que el mío, pero con tan mala suerte que estornudó nada más terminar y el buche de coñac, que salió expedido como la carga de una catapulta medieval, manchó un tablero que, en esos momentos, estaba a medio cepillar…
– ¡Carajo!. ¡Ahora tendré que volver a repasar lo que ya había limpiado!.
Yo reí de buena gana mientras le devolvía el golpetazo en la espalda, que le hizo tambalearse de lado a lado.
– No se preocupe, tío… esto… don Germànico… que yo puedo ayudarle después!.
Me miró de arriba hacia abajo. No podía explicárselo bien pero supo que ante él tenía a alguien que no le temía…
– ¿Sabes barnizar?.
– No exactamente, pero siempre hay un día para empezar…
– ¿Y sacar virutas con la garlopa?.
– Lo he hecho algunas veces. Tiene usted que saber que mi abuelo materno se dedicaba al mismo oficio que usted. ¡Y buenos reales que se ganaba!.
– No está mal el oficio. A veces consigo trabajar sólo veinte días al mes y descansar los diez restantes.
– De eso quería yo hablar con usted, vecino.
– ¿De los veinte días de trabajo?.
– No. De los diez restantes.
– Me aburren y yo me aburro con ellos.
– Y durante todo este tiempo de aburrimiento… ¿piensa en algo?.
El Tío Camuñas cerró su único ojo natural y se sentó, dejándose durrumbar sobre la silla que staba junto a él. Sujetó la botella de coñac pero yo le impedí beber más asiéndola con más fuerza que él.
– No, Don Germánico… quiero que me lo cuente libre de fantasmas.
– ¿Libre de fantasmas?. ¡Eso es imposible!.
– Pues entonces, para ser más claro y directo, libre del alcohol…
– Está bien… ¡Pensar!. ¡Pensar! -y se derrumbó sobre la mesa de trabajo- !No puedo hacer otra cosa nada más que pensar!.
– Siempre digo y creo sinceramente que todos los seres humanos, cuando son verdaderamente humanos, pensamos cuando vivimos las horas del ocio.
– Pero… ¿para qué sirve pensar? – levantó la cabeza como implorándome la respuesta.
Por primera vez al gigante se le veía humano y toda su fiereza se fue transformando en un débil náufrago a la deriva que iba, desde la mano temblorosa al tic nervioso de sus ojos y desde el tic nervioso de su boca hasta la convulsión corporal.
– ¿Le ocurre algo grave?.
– Sí, Josele… me ocurre algo muy grave…
– ¿Tan grave cómo para no poder contarlo?.
– No. ¡Tan grave cómo para no poder olvidarlo!.
Un silencio, inesperado al menos por mí, se adueñó de toda la carpintería… hasta que oí un ronco sollozar que me parecía muy lejano y la voz del vecino del tercero izquierda reprendiendo, duramente, desde la entrada.
– ¡Don Germánico!. ¿Ya está usted otra vez tan borracho que se le ha olvidado atender como Dios manda?.
Aprieto otra vez los dientes pero ahora no para soportar el mal gusto de aquel coñac de barril sino para no responderle yo a Don Maximiano como se merece.
– Perdona, Josele… ahora vuelvo… mientras tanto puedes seguir bebiendo de la botella. ¡Tengo muchas más en la trastienda!.
Se va convencido de que no me he dado cuenta, pero su agitada respiración le delata. Hay algo en su alma que dice que por dentro de aquella figura brutal, casi infrahumana, hay un ser que no puede dejar de sentir… y mis ojos comienzan a buscar su mirada para entender entre todo aquel amasijo de instrumentos de carpintería. Recorro la estancia hasta llegar al rincón más sombrío de la trastienda. Colgado de la pared hay un cuadro con la sonrisa feliz de una niñita con traje de primera comunión. Es linda. Y en sus ojos brilla la felicidad. No pienso en nada más. Sólo me quedo sentado allí, debajo justamente de la fotografía infantil que parece seguir sonriendo y cantando alguna canción que me trasnporta a mi primera niñez. Y me veo vestido yo también de Caballero de Santiago, con el misal y un rosario entre las manos… y con aquel amago de sonrisa que en tantas ensoñaciones me acompañó. Posiblemente el Tío Camuñas tenga mucho por lo que sentir… pero no lo sé porque sólo escucho las imprecaciones que lanza a Don Maximiano que, al parecer, le debe una alta cuenta por pagar. El exigente Don Maximiano… y me da la impresión de que el Tío Camuñas le ha lanzado un ultimátum. O le paga todo lo que le debe o el trabajo queda destartalado por completo.
Es lo de siempre. Todos los vecinos y vecinas murmurando de lo que hace o no hace el Tío Camuñas en su carpintería de la calle Cava Baja que presenta, como desde siempre que la conozco, desconchaduras en todas sus paredes externas e internas por donde desfilan, en un verdadero tropel, aquellas dichosas y diminutas hormigas que de tan mal humor ponen a Blasa, la portera de la casa.
Por fin se acaba el recuerdo de las voces y, rápidamente, me levanto para volver a situarme en el claroscuro del centro del taller. Sé que si algo me desea narrar el Tío Camuñas no puedo dar a entender que ardo en deseos de saberlo. Es mejor así. La dignidad de los curiosos debe ser, siempre, esperar a que te cuenten algo interesante o dejar de saberlo para siempre. Como en las bodas. Es Dios quien dirige todo esto…
Y Don Germánico -con su fiereza todavia encendida por el último altercadó- hace como que no me ve e inicia un trepidante cepillado de la madera que está colocada sobre la mesa de trabajo. Yo sé que no debo ni respirar y contengo toda mi presencia allí con un esfuerzo enorme para hacerme invisible. Si él tiene que desahogarse es mejor que lo haga con la garlopa, el papel de lija o simplemente la brocha de barnizar. El minutero del rojo reloj de pared, redondo como un tambor de hojalata, golpea simbólicamente en las sienes del Tío Camuñas, golpea simbólicame3nte también en mis sienes y posiblemente golpee simbólicamente en las sienes de la niñita de la fotografía que hay en el rincón más umbrío de la trastienda. Lo único que hago, más allá de permanecer estático, es mirar al vacío para no tener que contemplar el desconsuelo mezclado con la furibunda tarea del trajín laboral que parecen, más bien, los golpes secos de una procesión de Semana Santa. Sólo falta que alguna señorona ya vetusta, de esas castizas madrileñas de “toda la vida”, cante una saeta circunstancial para ser, todo aquello, un paseo cuaresmal con cantigas de feligresas. Lo pesaroso sería que todo esto acabe de mala manera. El miedo en mí no existe pero sí la preocupación por no poder volver a ver más a mi Bibiana. Así que guardo respeto y un profundo silencio esperando que se le pase el malhumor. Cuando creo que es el mejor momento para continuar la charla -que adivino porque ha dejado de respirar agitadamente y ahora está lijando con suavidad la madera- recomienzo lo que se quedó a medias.
– ¡Tío Camuñas! -Y me doy cuenta cuando ya es demasiado tarde… pero, sorprendentemente, Don Germánico no me responde a mí con brutalidad alguna sino que, dándose la vuelta sobre sí mismo, me mira como si yo fuese alguien importante para su memoria.
– No te preocupes… lo sé.
– Se me escapó. Perdone. No quise llamarle así.
– Lo sé. Lo sé. -Parece el eco que retumba en mi conciencia pero él permanece callado y no ha pronunciado nada más que una vez “lo sé”.
– Seguro que no le hace gracia.
– ¿Qué más da?. Si no fuese Tío Camuñas sería Tío Burro o algo todavía peor. Es el precio que debemos pagar para que nos dejen un pequeño espacio para vivir con identidad propia…
– Le repito, de todo corazón, que no fue mi intención molestarle.
Él sólo, en su desesperada congoja, se limita a sonreír. Es sorprendente,pero nunca habíamos visto, ni yo ni nadie, sonreír a Don Germánico.
– Veo que ahora no ha bebido nada.
– Yo nunca bebo más allá de los límites trazados por la razón aunque hablen mal de mí y me tilden de borracho.
– ¿También llamarle Tío Camuñas está dentro de esos límites?.
– También, pequeño Josele, aunque sea en contra de mi voluntad.
– No. Eso no. Eso está fuera de toda condicíón humana.
– No me has ofendido porque sé que tú no eres el culpable. Habrá sido Don Maximiano o algún otro “maximiano” similar -Y vuelve a sonreír.
No sé porqué pero estoy a gusto aquí. De pie. Sin todavía dar un paso hacia adelante o haci atrás hasta que él me lo permita.
– ¡Ven, Josele!… tengo algo que contar… antes de irme…
– ¿Irse?. ¿Ha dicho usted irse?.
– Sí. Irme. ¿Sabes que tengo una esposa muy lejos de aquí?.
– Pues no. Todos los del vecindario pensábamos que era usted viudo.
Don Germánico saca una fotografía de una pequeña cartera de color irreconocible por la cantidad de años que debe de tener su cubierta de cartón.
– ¿Qué te parece?. La cartera es de mi bisabuelo.
Yo me acerco. Tomo la fotografía entre mis manos. La miro. Me asombro.
– Es demasiado linda.
– Es mi mujer.
– Y…
– No. No me preguntes más. Vive allá, muy lejos, al otro lado de las montañas, en un valle escondido donde existe una aldea tan singular que tiene por nombre “Las Ausencias”. ¿Qué te parece?. ¿No es un bonito título para un libro de poesía?.
– Para un libro de poesía y para un libro de viajes… Don Germánico…
– Por eso voy a regresar… porque me he dado cuenta de que aquí no dejaré nunca de ser el Tío Camuñas ya que hay quienes se han ocupado muy bien de hacerlo perenne en este barrio y de este barrio no me quiero cambiar. Me voy a la aldea. Allí al menos tendré un amor sólo para mí y ella me llama solamente Germán.
– Entonces… ¿por qué hace seis meses que se escondió en este taller?.
– No me escondí de nada ni de nadie. Sólo buscaba descansar. Y no de ella sino de mí mismo… pero sobre todo porque tarde o temprano regresaría definitivamente a su lado. Ella no ve mi ojo de cristal sino la lágrima que los rayos del sol dibujan sobre mi ojo de cristal. ¿Qué te parece?.
– Que muy pocas mujeres saben amar así.
– Entonces… ¿me crees desgraciado como los demás o me crees feliz?.
– Ni una cosa ni la otra. Yo le veo mucho más lejos de todo eso.
– ¿Como qué?.
– Le veo enamorado… aunque hay un dolor profundo en su alma y por eso vino aquí, a verse en los contraluces de su taller de esta gran ciudad el claroscuro de su vida.
– ¿Como sabes tantó de mí?.
– He tenido la osadía de penetrar en el rincón umbrío de su trastienda.
Él no dijo nada…
– No tiene por qué hablar de ello. Yo no le estoy preguntando nada.
– ¿Quieres otro trago?.
– ¡Jamás!.
El gigantesco carpintero arroja la botella, con furia, hacia el exterior y se estrella contra la acera mientras un perro vagabundo, que pasa en estos momentos por aquí, mete el rabo entre sus piernas y cruza hacia la otra acera completamente asustado.
– Te lo voy a contar…
– No es necesario ni tiene ningún interés para mí el saberlo.
– Pero sí para mí el contarlo.
– ¿Por qué?.
– Esa será la mejor manera para que yo vuelva a mi verdadero hogar.
– ¿La aldea que está más allá de las montañas?.
– Mejor es decir que es la que está más acá de mi sonrisa.
Ya no dialogo más. A partir de ahora sólo el monólogo de Don Germánico -sólo Germán para ella- es lo único que importa.
– Yo era feliz. Ella me amaba con tanta intensidad que ya no necesitaba el aire para respirar. Allá, en la aldea, lo único que existía era la falta de la mentira porque la verdad era tan íntima entre nosotros dos que jamás conocíamos cualquier otro sentimiento. Y el tiempo se hizo ausencia de tiempo y la edad se hizo ausencia de edad. Los días se convirtieron en poesía llena de horas convertidas en rosas rojas y claveles del color de las granadas. Ella se llamaba rosa y yo era el clavel que no podía servir para otra cosa sino para amarla. Y nació el jazmín. Una niña tan bonita que era, sencillamente, aquella misma rosa pero de color azul. A mí me gustaba tanto haber conseguido aquel triángulo familiar que las convertí en las dos únicas fuentes donde aplacar mi sed y las dos únicas despensas donse saciar mi hambre. De la mamá yo comia los granos de maíz que ella desmazurcaba con sus lindas manos y de la hija bebía el calor amoroso del licor de sus sonrisas. Y así vivía yo, fabricando todos los días la cuna puesto que soñaba con la llegada de un hijo varón. Y después llegó el momento. El éxtasis del placer de ver a mi rosa roja encendida de nuevo y con un jacinto en su interior. Yo pintaría aquel jacinto de color añil. Y pasaban las semanas con mi única obsesión. La bellísima sonrisa del jazmín azul quedó, lastimosamente, olvidada en el desván, congelada en el cuadro que su madre había pintado una tarde primaveral. Yo no sabía que mi hijita me necesitaba más que el varoncito. Para mí, equivocadamente absurdo, el futuro jacinto de color añil valía muchísimo más que la linda jazmín de color azul… e incluso más que la bellísima rosa de color rojo. El clavel de color granate subido, como un pavo real y envanecido por la soberbia varonil, había confundido todas sus preferencias. Un día la niñita aquella que había sido la protagonista anterior de todos mis sueños y que ahora ocupaba un lugar ínfimo en mis preferencias comenzó a llorar y llorar aunque yo no la creía. Fui incapaz de darla un beso de amor, ni tan siquiera una caricia de consuelo y la pegué para que se callara. Desde entonces fuí cambiando todo mi aspecto físico y espiritual. Pero merecía la pena. En unos meses nacería mi hijo varón. Lo demás ya no tenìa importancia para mí. Mi cambio espiritual me inclinó hacia el abismo. Alcohol. Todas las noches un poco de alcohol. Y cigarrillos que fumaba con tanta ansiedad… esperando la llegada de mi sucesor. Me dormía todas las noches deleitándome con un cigarrillo en la cama. Mi bellísima rosa nunca decía nada. Y también me encantó ganarme el dinero pera tener una inmensa fortuna con la que recibir a ese macho tan ansiado que sería el simbólico trofeo con el que demostrar al mundo el verdadero valor de mi persona. Y lo gané a manos llenas. Drogas. Estupefacientes. Prostitución. Desfalcos. Robos. Todo era válido para hacerme millonario enn pocos meses. ¡Y llegaron las armas de fuego y la pólvora!. La última nohce anterior al nacimiento de mi hijo, ya tenía yo previsto ponerle de nombre Goliat, con el vientre de mi esposa tan abultado yo me sentía enormemente feliz… escuchando el rugido interior de mi producto natural. Mi dinero serviría para darle todo lo que necesitase. Convertido en monstruo yo. Sólo amaba, incluso antes de nacer, la monstruosidad de mi pequeño Golitat. Y supe que estaba llamado a ser el destructor de todo lo bello, el segador de todas las lindas criaturas, el violador de todas las inocencias. No me importaba que mi hijo tuviese que ser todo eso. Y me gustó. Entonces encendí un puro habano que había extraído de mis sucios manejos con la aduana y… ¡todo explotó a mi alrededor!. Mi ojo izquierdo voló y lo perdi por mi ciega ambición. Mi hijo varón se perdió en el oscuro océano de su desaparición por culpa del susto de mi esposa. Mi llanto y mi amargura fueron tan enormes que enloquecí y, enloquecido, sólo busqué el refugio de la sonrtisa de aquella jazmín olvidada por mí cuando más necesitaba de mi amor. Pero ya no estaba allí. La busqueé por todas partes. Entonces descubrí la verdad. Había muerto entre los escombros. Tan olvidada había sido que en aquellos momentos ya no existía. No tenía ya nada. Absolutametne nada más que el dinero ganado con mis manos ensuciadas con sangre de inocentes. Grité. Llamé a mi pequeña hija, la de la sonrisa natural, la única que podría haber consolado a a quel monstruo en que me había convertido. Un ser ya no humano. Ahora sé que la única esperanza es que me queda es volver con mi mujer. Y es por eso por lo que me voy más allá de las montañas para reencontrarme conmigo mismo y con ella en el Valle de la Consolación.
Guardó un silencio sepulcral y cayó inerte sobre la mesa. El Tío Camuñas no respiraba más y yo había aprendido que la ambición es la mayor de las cegueras de este mundo. Que la avaricia es la mayor de las locuras de esta vida. Don Germánico había elegido tan mal que había elegido matar a la rosa roja de los labios amorosos y al jacinto azul se la sonrisa natural. Habá preferido dejar marchitarse el amor por la podedumbre del machismo. Todo lo había destruido por el ansia de ser el hombre más materialista del mundo al que le sucedería un vástago varón.
Al día siguiete “Bibí” dejó de tener miedo. La lechería de Don Gerardo había vuelto a abrir sus puertas y expandía, al otro lado de la calle, un olor agradable y natural. Ya no existía Don Germánico. Y el Tío Camuñas nunca jamás volvería a asustarla a ella ni a ningún vecino o vecina del barrio de la gran ciudad. Dios protegía nuestros libres paseos y aquellos besos que elegíamos para vivir en vez de morir.