Filomena trabajaba de veterinaria, tenía una consulta por la que pasaban a diario varias mascotas, animales domésticos. Su madre vivía en el piso de arriba y casi cada tarde bajaba a hacerle compañía un rato.
Esta madre conocía el pequeño problema de su hija, un problema que tarde o temprano debería de resolver.
Cada vez que Filomena estaba atendiendo un animal,y ello implicara molestias, ella no podía evitar decir algo que llevaba muy adentro: “¡ Ya sé que te duele. Que mal me sabe hacerte esto¡”. Esta frase se le escapaba constantemente, hubiese quien hubiese. Cuando tenía que poner una inyección, cuando tenía que curar alguna herida y el animal se quejaba o sufría, cuando tenía que curar una otitis; ante cualquier dificultad para el animal, ella pronunciaba esta frase con sentimiento “¡Que mal me sabe hacerte esto, sé que te duele!”. Incluso ella se mostraba afligida.
Y la clientela sufría, llegaba un punto en que la gente podía pensar que aquello podía ser alguna broma, ¡pero viniendo de una veterinaria…! Lo que realmente pasaba era que se creaba confusión en el ambiente. Además lo hacía con tanta sinceridad, incluso su expresión corporal comunicaba que aquella doctora estaba sufriendo un disgusto, parecía un trauma, incluso a veces hasta parecía llorar.
Los tiempos pasaban, y esa especie de conducta se agravó en la psique de Filomena. Un día llegó una mujer a la que habían regalado un perrito para que no se sintiera sola, también para que superase unos problemas de depresión. A la mujer se la veía alegre, motivada, y llegó a la consulta de Filomena, al parecer el animal sufría del conducto auditivo; una fastidiosa otitis.
La veterinaria empezó hacerle las curas, cogía unas tijeras en las que envolvía una gasa o algodón empapado en la punta, y aquello lo iba introduciendo en el conducto del oído, y lo bajaba un poco e intentaba limpiar la infección. Ante aquel panorama el animal se quejaba, lloraba… Y la doctora con cierta pena…Incluso hacia el gesto de tener problemas para seguir con su tarea, se retiraba y se llevaba las manos a la cara… “¡Que mal me sabe hacerte esto, ya sé que molesta!” “¡Que mal se me queda el cuerpo de hacerte sufrir!” Aquella clienta se quedó un poco perpleja. Su rostro empezaba a venirse abajo y más en una persona propensa a que los nervios se le pusieran de punta. Aquella parecía una Tragicomedia.
Y Filomena continuaba sus curas en el oído de aquel animal: “¡No sé porque hago este trabajo, que mal me sabe hacerte esto!” Filomena cada vez estaba como más afectada por aquella situación, afectada por su propio trabajo. Se supone que estaba allí por alguna forma de vocación. Hubo un momento en que parecía sufrir como una catarsis, una crisis profesional que la desacreditaba como una profesional responsable de sus emociones. Y aquella clienta no sabía que decir, ni que hacer, miraba a su alrededor como pidiendo que alguien viniera. Tenía la cara como desencajándose… Y la veterinaria muy afectada seguía diciendo: “¡Qué mal me sabe hacerte esto!” “¡Tendría que haberme dedicado a otra cosa!” Mientras tanto el animal con una tijeras y algodón en el interior del oído quejándose y Filomena limpiando la infección del pobre animal con cierta dosis de dramatismo. La señora clienta, a la que habían regalado un perrito para ir superando una depresión iba viendo el sufrimiento de la doctora y las quejas del animal, parecía estar cerca de una recaída…
Por fin acabaron aquellas sofocantes curas por una infección de oído. La veterinaria se quedó más tranquila, aunque en la sala de espera habían más personas esperando con sus mascotas…En sus rostros parecía haber incredulidad o dudas de seguir allí esperando o salir por la puerta lo más discreta y rápidamente posible.
Unos meses después la señora tenía que vacunar a su perrito, pero primero fue a la consulta: “¡Señorita!”… “¡Tengo que vacunar a mi perro!”… “¿La doctora de la última vez que vine, aun está?”… “¡Sabe que pasa!”… “¡…Me gustaría que me atendiese otra doctora!” … “¿Me haría el favor?” …
El papá de Filomena trabajaba de policía municipal… “¡Disculpe señor, debo denunciarle por estacionar mal el vehículo, está en zona de carga y descarga.”…
“A mí esto me sabe muy mal, no sabe como me siento, si pudiese cambiaría de trabajo, se lo digo de verdad, tener que multarle me martiriza, me hace sufrir”.
La mamá de Filomena entendía de donde procedía el problema de su hija veterinaria.
Buen realato. A mí siempre me sucede que muchos de mis relatos, no todos por supuesto, me gusta desenlazarlos al final… incluso a veces en la última frase . ¿Sabes por qué?. No es por dresdamatizar las escenas sino porque pongo fe en esas últimas frases; más que la fe que pongo a lo largo de todo el texto. Es mi manera de entender las cosas. Un abrazo cordial
Como te decía en mi mensaje en respuesta al tuyo, me ha encantado este texto (como todos los que te he leído). El problema de un exceso de sensibilidad puede ser un handicap para ganarse los garbanzos… Claro que, si te sobrepones a ese exceso de sensibilidad en un momento dado de tu vida, corres el riesgo de que se acumule (estoy segura de que todos tenemos un “saco” en el que se van metiendo las emociones que no pueden expresarse en el momento, sobre todo en el ambiente laboral. Y algún día el saco se destapa… Bueno, quizá son tonterías mías.