A las ocho de la mañana, tras estampar su firma en el libro de llegada, el joven licenciado fue avisado para que acudiera al despacho del jefe de personal.
– Buenos días… Le he llamado porque necesito hablar con usted.
El joven licenciado le dio la mano, se sentó y quedó en silencio.
– La empresa ha decidido que está usted agotado y hemos visto la necesidad de ofrecerle un descanso. ¿Está usted de acuerdo?.
El joven licenciado miró los cabellos grises del jefe de personal. Comprendió que éste había envejecido con la responsabilidad diaria, año tra año. Sintió lástima por él. Se levantó. No dijo nada y se marchó a la calle.
En la mesa de la prometida del joven licenciado alguien había colocado un par de champiñones. A ella no le hizo ninguna gracia y, roja de ira, los arrojó a la papelera. Comentó el incidente con su jefe. Éste le dijo que se tomarían las medidas disciplinarias en cuanto se enterase del autor o la autora de la pesada broma. Luego le contó que los dirigentes de la empresa habían determinado, por indicación del director general, la conveniencia de colocar al joven licenciado bajo el control de expertos psiquiatras.
La prometida señáló que podría ser la solución más acertada y se dedicó a pasar a máquina unos escritos.
Más tarde el director general la llamó a su despacho.
– Siento lo que ocurre con mi hijo todavía más de lo que puedes sentirlo tú.
– Para mí es algo que no tiene explicación.
– Por lo visto ni tu belleza ni mi autoridad pueden hacer nada. Pero es necesario arrancar las brumas de su pensamiento. Por eso he acudido a los psiquiatras. ¿Tú estás dispuesta a ayudarme en la tarea?.
– Por supuesto. Él no se da cuenta, pero yo le he querido siempre. Ahora no sé qué pensar, pero lo único que puedo hacer es ayudarle.
Inmediatamente comenzaron a trazar un plan para su localización.
Era un atardecer tranquilo. Estaba atardeciendo tras los cristales de las ventanas. Estaba atardeciendo como siempre atardece: sin un grito.
La luz, como niña temblorosa, desfallecía en los cristales empujada por el viento que acudía de puntillas. Las barbas de oro viejo de los árboles sentían la caricia fresca. La tibia caricia donde los pájaros se escondían sostenidos por las manos de un oculto ángel.
El corazón de la prometida del joven licenciado se abría a un ritmo de rápido galope. Mil voces de cristal, como el susurro de la flauta y el río, aparecieron a caballo de todas las veletas que acribillaban el cielo alegremente. Mil voces de cristal quedaban envueltas en el estrepitoso silencio del atardecer, como el llanto del sol que se escondía tras la llanura.
Al llegar a la vieja taberna, aquel día, se podía leer un verso colocado en la vieja madera de la puerta pintada de rojo.
No sé quien dijo, Amor,
que los buenos son muy pocos.
¿Será este mundo de locos
el mejor?.
Vivimos con gran placer
nuestra loca fantasía,
y yo, Amor, que todavía
de mí no sé qué voy a hacer,
si estoy loco es por querer
hablar contigo del amor un día.
Nadie muere de ir queriendo
menos tú, mi gran testigo,
corazón al que comprendo.
Entonces la prometida del joven licenciado penetró en el local. En la pared, desnuda de fotografías o adornos, ya no se encontraba el reloj de las doce menos veinte.
– Quisiera localizar a un joven cliente -señaló la prometida al camarero.
– ¿Pertenece a nuestro mundo?.
– No. No me gustan vuestras costumbres; pero es necesario poder localizarle.
– ¿Acaso crees que un bohemio necesita ayuda de un mundo donde sólo se habla del precio de la gasolina?.
– Quizás no; pero el único motivo por el cual estoy hablando con usted es el dolor.
– El silencio profundo de tu silencio es el que me lleva al dolor de siempre -señaló, acercándose a la barra, un hombre de mediana edad. Era bastante más bajo que la prometida del joven licenciado y llevaba una zamarra de cuero negro. Se acercó, tambaleante, bebiendo de una botella de vino.
Continuó.
– Hoy no tengo llanto, ni palabra, ni voz. Sólo una tibia punzada taladrándome la espalda que tantos años me ha servido de angustia.
– Perdone, señor. No comprendo lo que me está usted diciendo. Yo sólo quería…
– Sólo una tibia punzada acompañada de una ilusión dormida en nel fondo del mar de mis deseos. Hoy el dolor me duele más que siempre porque quiero decirte que me ha matado el Tiempo. Ya no existe ni tan siquiera las doce menos veinte porque han empezado a temblar las paredes de la vieja taberna. Las paredes de aquellos eternos momentos de mi esperanza.
– Yo sólo quería… preguntar por una dirección. Usted seguro9 que conoce al joven licenciado porque él también crea poesía. Por favor, ¡indíqueme dónde puedo localizarlo!.
– Me duele tanto la espalda de mi cansancio que mis pupilas se quedaron secas y vacías. Me fui no sé cuando. Sólo puedo decirte que no voy a volver, mañana, nunca, ayer…
Entonces la prometida del joven licenciado, desalentada, con las lágrimas a flor de piel, dio media vuelta y se dirigió hacia la salida.
Abría la puerta cuando una mano femenina se situó sobre la suya.
– Espera un momento, muchacha.
Se volvió. Una prostituta alta, vestida con superminifalda y botas negras, con los labios pintados de rojo carmí8n, se encontraba frente a ella.
– ¿Para qué quieres localicar a ese joven?.
– Porque es necesario ayudarle.
– Yo creo que es lo suficientemente libre como para saber volar, ¿no crees que eres tú la que necesitas ayuda?.
La prometida del joven licenciado no respondió. La prostituta separó su mano.
– Tú vienes para localizarle porque necesitas liberar tu propia congoja. Supongo que eres una mujer sedienta de seguirdad. A ti no te ofrece ninguna seguridad ese joven, porque eres incapaz de sentirte segura en la más simple independencia. Necesitas depender siempre de algo que te ofrezca cierta garantía. Tu belleza es el ansia de muchos y creesque puedes tener siempre dónde elegir. Por eso no estás acostumbrada a que vuelen lejos de ti. No sé si hago bien, porque tú has venido aquí considerándote superior a todos nosotros.¡Enorme ignorancia!. Sin nembargo hay algo que deseas con verdadera sinceridad y no será la bohemia quien te lo niegue. Si tienes bolígrafo y papel dejámelos un momento.
La prometida del joven licenciado sacó de su bolso ambas cosas.
– Ese es tu mundo, ¿verdad? -apuntó la prostituta mirando y señalando al bolso- Todos tenemos nuestro propio mundo. El joven licenciado reside en esta buhardilla, en ésta que te anoto en el papel, pero no creo que te sirva de mucho el saberlo porque tu bolso no hace juego con su cama.
Le dio la dirección y la prometida del joven licenciado salió de la vieja taberna.
Caminaba rápido, como queriendo alejarse, cuanto antes, de las retorcidas callejuelas que se cruzaban en la parte vieja de la ciudad.
– ¡¡Yo arrancaré esa seta antes que se derribe mi felicidad!! -exclamó entre dientes.