Mucho antes del dolor la vieja Estación de Atocha era una entrañable estancia para los cansados y sudorosos viajeros que bajaban de un mercancías o subían a un expreso. Las paredes, de ladrillo rojo bermejo ennegrecido por el hollín, parecían salidas de una antigua mansión o de un caserío castellano, de esos de los de antaños caminares en donde los sillares parecían gemir de nostalgias. Y estaba el redondo reloj colgante, amplio, grandote, generoso, con su esfera acristalada amamantando a unas agujas que llamaban la atención de todos los viandantes.
Estaba la vieja cantina del porrón y del botijo, bar de coplas y de copas, de cañas y de chatos, de desayunos con porras, almuerzos de cocido reciente y de meriendas; repleto de viejos maestros de escuela, boticarios, sindicalistas de los de Franco, pueblerinos llenos de cestos de mimbre con gallinas y madalenas, de todo un universo de sorchis recién incorporados a filas que armaban un jaleo enloquecedor… y el vendedor de peines y peinetas junto a la lotera de los décimos que en navidad hacía su agosto.
En la vieja Estación de Atocha, mucho antes del dolor, estaba siempre el tonto del pueblo o la loca que cantaba a pleno pulmón las últimas tonadillas de las cupleteras, y estaban las vendedoras de cigarrillos y cerillas y las no menos vendedoras de rosas y claveles, agitanadas ellas, en medio de un tropel de curas y monjas que amodorraban el sopor de los atardeceres repartiendo letanías y algún que otro mojicón o sopapo al deslenguado pillastre montaraz de turno.
Allí estaban los ofertadores del coñac fundador y del anís las cadenas o las del coñac veterano y el anís del mono (que en esto del beber tanto montaba Fernando o Isabel como Isabel o Fernando) y el señor del silbato estruendedor con la bandera roja (siempre con su uniforme azul, gorra incluída) que daba la señal de salida o entrada a los destartalados trenes que llenaban de humo y carbonilla los bermejos ladrillos de las paredes, mientras los pueblerinos que ya volvían a sus aldeas comían, para hacer tiempo, enormes bocadillos de chorizo, salchichón, tortilla o jamón serrano, y un místico señor de alguna cofradía religiosa paseaba, de arriba hacia abajo, con su gran escapulario en la pechera. Las vendedoras de buñuelos y golosinas andaban trajinando por los andenes, entre el tonto del pueblo y la loca de los cantares, voceando sus mercancías y mezclando sus gritos con los del vendedor de periódicos que anunciaba, a pleno pulmón, el último espeluzanndote suceso de El Caso. Al limpia siempre se le veía de rodillas ante los zapatos de un gordo sacerdote o ante las acharoladas botas con espuela del brigada, el teniente, el capitán o el coronel de turno.
Allí estaban también los obreros de las zapatillas blancas y los campesinos de abarcas o alpargatas con sus boinas enhiestas, calzadas hasta las cejas y terminadas en un pitorro enhiesto, los sombreros de fieltro de los señoritos de ciudad que merodeaban junto al buzón de los correos y los tricornios de la pareja de la guardia civil que resplandecían bajo el sol del mediodía haciéndoles reflejos en los iris de sus ojos escrutando la persecución de algún quinqui robacarteras, entre una multitud de mozas y mozalbetes que corrían para no perder sus vagones… y estaban los mozos de cuerda transportando en sus carretillas las maletas de madera que tenían claveteadas con chinchetas el nombre de sus propietarios.
Hombres adultos con anchos cinturones adornados de monedas de las de dos reales, las del agujero en el centro como donuts de metal, piropeaban a las manolas madrileñas y alguna andaluza aflamencada tarareaba las últimas salmodias de Antonio Molina, El Caracol o la Lola Flores.
En la vieja Estación de Atocha, mucho antes del dolor, mucho antes de las modernidades de las aves y los talgos y de los alevosos musulmanes dejando tras de sí muerte y sangre… estaba el ciego vendedor de romanceros acompañado por el bribón y ladronzuelo lazarillo y un pulgoso perrito se rascaba la piel entre las piernas de los chamarileros mientras le miraba, receloso, un gato pardo. En medio del olor a pueblo, a tocino y galletas maría, las viejas rezaban el rosario para que el viaje tuviese un final feliz y vendedoras de estampillas de la virgen gorgoritaban sus plegarias mientras una chacha ayudaba a subir al enfermizo niño del barrio de Salamanca al vagón de la primera clase. Los vendedores de gaseosas se columpiaban de las ventanillas de los vagones ofreciendo sus botellas caseras o revoltosas; las churreras y las panaderas que vendían bollos y merengues madrileños se arremangaban los brazos hasta los codos para no mancharse de aceites o de natas blancas y las radios de madera lanzaban al aire los clarines de las voces de los comentaristas del Carrusel Deportivo mientras los escuchas agudizaban el oído para estar al tanto y enterarse de los resultados del marcador simultáneo Dardo. Los taurófilos tertuliaban sobre la última extraordinaria faena del Bienvenida o la nunca olvidada muerte de Manolete (alguno hasta se atrevía a remontarse a la rememoración de Machaquito) junto al cartel de la terna de Antonio Ordóñez, Curro Romero y César Girón. Aún había niños bien vestidos de marineritos mientras sus mamás llevaban en los brazos las pelotas playeras y algún muchachuelo de barrio lavapesino hacía rodar su aro metálico, con el gancho, por los últimos tramos del andén.
Mucho antes del dolor inhumano del terrorismo criminal, la vieja Estación de Atocha, símbolo madrileñísimo del sempiterno trajinar, que ahora duerme la siesta refrescándose con las perlíferas gotas del jardín botánico, era todo un hogar familiar, una procesión de sainetes humanos. Los ancianos se adormilaban en las sillas de tijera, de madera amarillenta, mientras iban señalando con sus bastones de cantonera de goma, el horizonte de algún lejano pueblo o ciudad provinciana; las pimpolleras de las faldas almidonadas paseaban cogidas del brazo, muy garbosas ellas, ante los ávidos ojos del pichi y del sacristán. Y yo, aún niño envuelto en los limbos de las blancas emociones, observaba extasiado al mono tití que, atado a una cadena blanca, llevaba sobre el hombro el legionario del Sahara mientras el tren, resoplando como un asmático en crisis, hacía crujir los aceros cromados de sus bielas y en medio de un nervioso traqueteo de maderas y raíles salía hacía paraísos entonces tan lejanos como Tarancón, Utiel o Almería.
Era cuando Marisol nos recordaba que la vida era una tómbola de luz y de color y todos jugábamos a ver si nos tocaba el premio de la diocesana vivienda o, como último consuelo, el telefunken, la vespa con sidecar o la lambretta y, con un poco de suerte más, incluso el huevo amarillo, cuatro puertas, que se abría por delante o el biscutter si eramos capaces de superar el ridículos y montarnos en él.