Cocodrilos viendo la TV
Las almas, como velas, alumbran consumiéndose y derramando lágrimas.
Somos capaces de ver diariamente las noticias en televisión sin los ojos encharcados por las lágrimas ante la injusticia que reina por el mundo. Aceptamos sin sonrojo que haber nacido en un continente austral como África o Sudamérica implica para la inmensa mayoría de sus habitantes vivir en la precariedad más absoluta. Nuestra piel de televidentes se ha endurecido como la de los reptiles, y sólo lloramos con lágrimas de cocodrilo por el final sentimental de alguna película. Incluso olvidamos que la recia piel de cocodrilo, creyéndose inmune a cualquier ataque, acaba vendiéndose en forma de zapatos o billeteros de lujo.
Las imágenes del jueves sangriento de Madrid nos conmovieron profundamente. Los vagones reventados y las víctimas por doquier estremecieron nuestras almas dormidas. Aquel día, y todavía al mes siguiente, las palabras lloran y las lágrimas hablan. Dicen que los ojos solamente ven bien a través de las lágrimas. Cada lágrima nos enseña a los mortales una verdad. Aprendamos de los trágicos sucesos, de aquel dolor sincero de quienes lloramos en secreto. Somos como recién nacidos: sólo si lloramos sabremos que vivimos.
El 11-M revive los versos de Rubén Darío: “Cuando quiero llorar, no lloro… Y a veces lloro sin querer”. Aprendamos a llorar, sí; pero a llorar de pie, continuando tenazmente con nuestro trabajo por la tolerancia, por la paz y por la solidaridad. La existencia humana se reafirma con dos cualidades inmortales: la voluntad y la ternura. Son cualidades propias de todas las personas: la fortaleza y el amor, que nos enseñan a hombres y mujeres que se puede vencer a la brutalidad y a la indolencia que tanto abundan. Todos somos culpables de hacer verter lágrimas o no haberlas enjugado, pero si educamos a nuestros hijos para la constancia y el afecto, en casa y en la escuela, llegará un día en que la humanidad será feliz con el esfuerzo de todas las generaciones que sean necesarias.