Era un día de inmenso calor. Verano de la década de los 70, casi llegando a la década de los 80 o quizás principios de la década de los 80. Hacía tanto bochorno dentro de nuestra casa de Molinos de Papel comprada, al igual que nuestra casa de la Calle Juan Duque, 16 piso Quinto, puerta número 2, de Madrid capital, con el dinero de él y el mío (y de nadie más digan lo que digan), allí donde se pierde la noción de las tierras conquenses, que mi padre me preguntó si estaba yo dispuesto a irme con él peñas arriba, a subir a lo alto del cerro para ver el panorama a vista de pájaro. Le dije que sí y nos lanzamos a la aventura.
Por la pequeña vereda, que se abría entre los hierbajos y matujos, por donde subíamos poco a poco pero sin pausa, él me iba explicando cosas tan importantes (para algunos quizás no sean cosas importantes pero para él y yo sí que lo eran) como saber distinguir, entre jaras y retamas, lo que es el espliego, el tomillo, el romero, el orégano y algunas que otras plantas arbustáceas más, mientras que yo, como siempre, iba pensando en las musarañas o en alguna aventura que había leído en “El Jabato” y que quizás fuese aquella en que el héroe estuvo a punto de ser comido vivo por las hormigas negras de Tanzania o de algún país limítrofe de Tanzania, hasta que… ¡de pronto!… ¡se nos cruzó en el camino una víbora!
Ni él ni yo perdimos la calma sino que nos quedamos observándola hasta que yo le dije a mi padre que si me permitía darle una patada a la víbora (de las que aprendí a dar en mis ejercicios de artes marciales) y la mandaba risco abajo hasta enviarla a aplastarse contra la carretera que serpenteaba abajo; pero él me avisó que era muy venenosa y que mejor era que la matara él con su pistola Astra. La víbora, en cuanto vio que mi padre había sacado su pistola Astra, salió de naja y, zumbando más que una locomotora sin frenos, se perdió de nuestra vista.
Entonces fue, ya libres de la horrenda visión de la víbora y sin perder la calma ninguno de los dos, cuanmdo mi padre, aprovechando que tenía su pistola Astra en la mano derecha, me dijo que me iba a contar una historia de la Guerra Civil española. Me señaló el lejano cerro de enfrente de donde nos encontrábamos ya en la cima del nuestro y me dijo que imaginara que allí estaba un grupo de enemigos. Y sin decir nada más, una vez que yo le dije que sí que me lo imaginaba, soltó dos disparos con su pistola Astra que atronaron en el espacio y debieron de despertar a más de uno de los aldeanos que estarían durmiendo la siesta (puesto que era la hora de la siesta). Me explicó que seguramente no había matado a ningún enemigo pero que, todos ellos, asustados por las balas que le silbaban alrededor de las orejas, completamente asustados, tomaron las de villadiego a toda velocidad de sus piernas y desparecieron del risco de enfrente. Efectivamente ya no quedaba ninguno de ellos. Aquella tarde yo aprendí que para disparar con una pistola Astra, oficial entonces en el ejército español, no era necesario tener buena puntería sino disparar fuesen donde fuesen a parar las balas.
De regreso a nuestra casa (la casa comprada con el dinero de mi padre y el mío y de nadie más, como sucede con la casa de la Calle de Juan Duque de Madrid capital) no vimos, para nada ni por ninguna parte, a la horripilante víbora. Seguro que la había matado alguno de esos cazadores furtivos (de los que tanto abundan en aquella serranía conquense) que volvía a la aldea muy enfadado por no haber tenido suerte con ningún conejo.
Y esta es la real y verdadera historia de la víbora, mi padre y yo. Y todo lo demás que cuento y declaro en esta página de mi Diario (sobre todo lo de saber la verdad de los verdaderos propietarios de las dos casas).
Los viperinos, víboras o áspides (Viperinae) son una subfamilia de serpientes, que junto con los crótalos (subfamilia Crotalinae), forman la familia de los vipéridos (Viperidae). Son famosas por su veneno, probablemente el más potente entre los animales presentes en Europa. Durante las Guerras Púnicas se lanzaban a los buques enemigos en el curso de las batallas navales, y hasta el siglo XVII su uso como ponzoña en los banquetes fue una forma corriente de eliminar a los rivales. Son muy venenosas y se caracterizan por poseer un par de colmillos largos y huecos en la parte delantera de la mandíbula superior. Estos colmillos se retraen contra el paladar cuando la boca está cerrada y, cuando ésta se abre se ponen rápidamente en posición para atacar a la presa, para inyectar un veneno mortal que ataca la sangre y los tejidos. La cabeza triangular y ancha de las víboras está cubierta de escamas y los ojos tienen la pupila vertical. La mayoría de las víboras alumbran a sus crías en el interior del cuerpo, es decir, son ovovivíparas. Las víboras viven en todo el mundo por su gran facilidad de adaptación al medio, a excepción de Australia, Madagascar y otras islas, y la mayoría de ellas son naturales de África aunque algunas también se pueden encontrar en Sudamérica. Entre las muchas especies se encuentran ciertas víboras europeas y áspides, la víbora de Gabón y la gariba. Las especies que viven en España son la víbora áspid, la víbora hocicuda y la víbora de Seoane. La víbora áspid es la más venenosa de las que viven en España. El uso de suero antiofídico en España y Portugal no es recomendable salvo en casos realmente necesarios y siempre bajo consideración médica y en un hospital.
Madre de dios, madre de DIOS!!
Apañaos estamos….. este Diesel con todo mis respetos, me dá “yuyu”