LAS RIBERAS DEL DANUBIO

Lunes 22
El avión de Austrian Airlines ha salido de Madrid en plena madrugada y lleva más de dos horas volando por encima de un oscuro mar de nubes sobre el que brillan las estrellas. Al iniciar la maniobra de descenso para aproximarse al aeropuerto de Budapest, penetramos en una atmósfera opaca que nos aisla del exterior. No consigo ver nada, pero poco después el avión vira hacia nuestro lado y, allá abajo, la oscuridad aparece taladrada por una miríada de puntos luminosos, que dibujan en la oscuridad de la noche las avenidas y los puentes del Danubio, tendidos como senderos de plata entre las orillas de Buda y Pest. La ciudad duerme sin ocultar su belleza, y es ella misma un sueño en esta hora que precede al amanecer.

Al poco de abandonar el aeropuerto, ha empazado a llover con fuerza. Los suburbios aparecen desdibujados, envueltos en la niebla de un día gris que se abre paso con timidez, mientras el autobús rueda despacio entre el tráfico cada vez más denso. Van pasando calles, grandes parques, plazas, y a veces me sorprende el contraste entre los modernos edificios comerciales y naves destartaladas de tejado rojizo, con aspecto de fábricas abandonadas. Se ven por todas partes paneles publicitarios que anuncian, en la indescifrable lengua magiar, teléfonos móviles, calzado deportivo y restaurantes de comida rápida. Llegamos a nuestro hotel, situado al oeste de la ciudad en un lugar tranquilo, pese a la proximidad de la autopista que conduce a Viena, rodeado de pequeñas casas con jardín y de amplias zonas arboladas que descienden con suavidad hacia el centro urbano. No se cansa de llover, y después de no haber dormido en toda la noche, me siento poco dispuesto a abadonar la seguridad de la habitación para volver a sumergirme en el mundo borroso que queda del otro lado de la ventana. Pero al fin, animado por mi mujer , consigo sacudirme la pereza y cogemos un taxi que nos deja en Belváros (casco antiguo) justo después de cruzar el Puente de Isabel. Deambulamos bajo el paraguas por avenidas apenas transitadas y , más bien por casualidad, terminamos en Váci utka, la famosa calle peatonal donde están ubicadas algunas de las tiendas más elegantes de Budapest, con sus rutilantes escaparates que ofrecen al turista desde delicatessen húngaro hasta cristal de Bohemia. Nos sentimos un poco desfallecidos y entramos a comer en un restaurante próximo, en el que por el módico precio de 2300 forints (unos 11 euros) es posible reponer fuerzas con un suculento menú a base de gulasch (estofado de carne) y tarta de manzana.

Martes 23
Hemos descansado bien y tenemos ganas de explorar a fondo la ciudad . En la recepción del hotel me han dado todo tipo de explicaciones sobre los transportes públicos, así que nos animamos a coger un autobús hasta Fövam tér, cerca del Puente de la Libertad, y luego uno de esos tranvías de color crema que circulan junto a los embarcaderos de Pest, del que nos bajamos al llegar a las inmediaciones del soberbio edificio neogótico del Parlamento. Hay que esperar una larga cola antes de visitarlo, pero al fin trasponemos el vestíbulo y nos reunimos con un grupo de españoles para iniciar el recorrido dirigidos por la guía, una mujer muy flaca que derrocha amabilidad y pone verdadero empeño en hacerse entender. Subimos todos por una maravillosa escalera, que parece fuera a transportarnos en un viaje a través del tiempo, hasta aquellos días felices del final del siglo XIX, cuando la ciudad llegó a convertirse en una de las joyas más preciadas del imperio austrohúngaro; atravesamos salas de elevados techos policromados por los que vuelan nervaduras esbeltas de marmol rojo apoyadas sobre capitales dorados, nos detenemos a contemplar grandes lienzos con escenas alusivas al nacimiento de la nación húngara y llegamos a la impresionante sala circular cubierta por la gran bóveda del edificio, donde permanecen expuestas las joyas de la corona: el cetro, el orbe,la espada y la corona de San Esteban, primer rey de Hungría. Explica nuestra guía, en un castellano correoso, que se trata en realidad de dos coronas ensambladas, una inferior bizantina y ,sobre ella, una latina que según la tradición, fue enviada por el Papa Silvestre a San Esteban en el año 1000, como reconocimiento de la entrada del reino húngaro en la órbita de la cultura política y religiosa del occidente cristiano.

La brisa cargada de humedad que sopla del Danubio ( Duna, para los húngaros) nos deja empapados, al tiempo que paseamos por el muelle Széchenyi en dirección al emblemático Puente de las Cadenas , entre el trasiego de los tranvías y el rumor de los vapores que llevan a los turistas hacia la cecana isla Margit, medio oculta ahora por la bruma. Una vez en el puente, a medio camino entre los muelles de Pest y las colinas de Buda, dominadas por el palacio imperial de los Habsburgo, me he detenido un momento a contemplar la formidable vía de agua que discurre serena entre ambas orillas, como ese gran camino sin polvareda del que hablan los cronistas medievales. Un camino que condujo a los cruzados hasta los confines de Europa, pero también una linea divisoria entre el mundo occidental y el imperio otomano, hasta que los turcos, tras ocupar Buda en 1526, se hicieron amos de la ciudad durante más de un siglo, construyendo gran número de mezquitas en estas colinas.

Miércoles 24
Hoy hemos decidido visitar la Plaza de los Héroes. Viajamos por una de las cuatro líneas que componen la red de metro de Budapest, en un minúsculo vagón que atraviesa estaciones situadas a tan escasa profundidad, que la luz de la calle se cuela por las escaleras de acceso hasta alcanzar los andenes. Van pasando fugaces las paradas: Opera, Oktogon, Vörösmarty utca, Kodály Körönd; nos bajamos al llegar a Hosok tere (Plaza de los Héroes) y salimos a la avenida Andrássy , frente a una inmensa plaza, en la que destacaba antes una gran estatua de Lenin y hoy día, casi olvidados ya los tiempos del comunismo, ha pasado a presidir el mismísimo Arcangel San Gabriel, que eleva al cielo los símbolos de la monarquía húngara desde la cima de una imponente columna de trienta y ocho metros de altura. Alrededor de su base, montan guardia un grupo de figuras ecuestres de aspecto fiero; según leo en mia guía de Budapest, representan a los caudillos de las siete tribus magiares escoltando al principe Árpád. Detrás de ellos, cierra la plaza una elegante columnata en la que aparecen los reyes y dirigentes de la nación, desde San Esteban hasta Lajos Kossuth, pasando por Matias Corvino, el gran soberano húngaro, bajo cuyo reinado a finales del siglo XVI, el país conoció un espectacular florecimiento cultural y artístico.

Vuelvo a acercarme al grupo de guerreros magiares, que miran con gesto desafiante hacia la avenida Andrássy desde la base de la gran columna. Al contemplarlos, la imaginación vuela hacia aquellos siglos turbulentos de las grandes migraciones, cuando el empuje incontenible de los pueblos mongoles procedentes del corazón de Asia, provocó el desplazamiento hacia las llanuras bañadas por el Danubio de godos, alanos, magiares…forzando a las legiones romanas a abandonar esta última frontera de su imperio.

Jueves 25
Unos amigos húngaros, Ferenc y Annita, se han ofrecido a llevarnos en su coche hasta Bratislava. Llegamos a la ciudad poco después de mediodía, tras cruzar la frontera eslovaca. Es un día espléndido, resplandeciente tras las últimas lluvias. Iniciamos nuestro paseo subiendo desde la avenida Spitálska, en el centro de la ciudad nueva, hasta la puerta de San Miguel que, a través de un pasadizo situado bajo la torre del mismo nombre, bello bastión defensivo que en épocas pasadas controlaba la entrada a la ciudad, nos conduce al corazón histórico. Al llegar aquí, nos sentimos perdidos en un laberinto de palacios barrocos, fuentes y calles estrechas de aire medieval, en las que se alinéan viejas casas de tejados empinados cubiertos de buhardillas y chimeneas. Cruzamos por delante de muchas tiendas de libros que, sin duda, contribuyen a satisfacer las demandas culturales de esta pequeña ciudad de medio millón de habitantes, en la que una numerosa población de jóvenes ocupa cada año las aulas de varias universidades, situadas la mayoría en estas mismas calles.

Nos cuenta Ferenc que Bratislava fue fundada antes del siglo X, aunque entonces se la conocía por otros nombres: Presburg ,en alemán, y Pozsony, en hungaro. La ciudad destacó como importante puerto fluvial de Hungría y desde 1490 por ser sede de una importante universidad. Más tarde, en el siglo XVI llegó a convertirse en capital de Hungría. Al recorrer las altas naves de la catedral y llegar al ábside, una inscripción grabada junto al altar nos recuerda que sobre estas mismas baldosas, enrojecidas en este día luminoso por el juego de la luz que cae desde las vidrieras, fueron coronados durante siglos los reyes de Hungría.

Volvemos a asomarnos al Danubio cerca del puente Novy, al pie de la colina del castillo que domina la ciudad vieja. La corriente poderosa del río rompe en ondas de espuma contra las quillas de los barcos que navegan desde Bratislava hacia la cercana Viena y me transmite la fuerza de sueños que aún se deslizan, confundidos con la bruma, entre las ramas de los viejos álamos que pueblan sus orillas. Sueños, bruma… jirones tal vez desprendidos del alma de los pueblos que llegaron hasta el verdor de estas riberas y quisieron quedarse ya para siempre junto a ellas. Inmenso camino de agua que avanza sin descanso como el discurrir de la propia vida y se ondula a veces en remolinos fugaces, como si por un momento, el aire se agitara con la música vibrante de los grandes compositores románticos. Fuente permanente de inspiración para las naciones de estas llanuras, que luchan en nuestros días para encontrar su lugar en el mundo actual.

Carlos Montuenga

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