Nuestra ciudad nunca es una sola. Siempre son dos las ciudades en que vivimos. Una de ellas es posible, reconocible, trazadas sus calles en nuestra memoria. Forma parte de nosotros mismos como una realidad tangible. La otra es un imposible que solo soñamos y que, por ello, se hace inasible. Es en la real en la que ubicamos toda nuestra materia: cuerpo, corazón, sangre. La otra ciudad, la soñada, es sólo una visión de lo que qusiéramos que fuese; un anhelo de vida superior. A la ciudad real la amamos profundamente tal como es, con las imperfecciones que vemos en ella. Es tan imperfecta como nosotros y por eso la amamos, porque es en ella en donde vamos asumiendo señas de identidad: la familia, el barrio, el colegio, la universidad, el lugar de trabajo, los amigos y los enemigos, los amores y los desamores… el café tomado en horas de silencio, la lluvia mojando las aceras, el sol calentando los ventanales… A la ciudad soñada sólo la podemos desear. Es una utopía…