El primer ser humano nació de las profundidades del mar y salió a la superficie. Cómo nació nadie lo sabe pero era una hermosa hembra (llamémosla, por ejemplo, Eva) que al encontrarse en el alta mar comenzó a nadar enérgicamente hasta alcanzar la costa. Al llegar a la playa, como estaba extenuada, se tumbó en la arena con los brazos y las piernas abiertos.
Entonces el Espíritu del Viento la vió tan hermosa que se enamoró de ella y la poseyó. Como Eva era profundamente fecunda alumbró un gran número de hijos varones y hembras. Así nacieron los priemros José, Antonio, Carlos, María, Carmen… y supongo que entre ellos estaba Adán.
Metidos en cuestiones de mitología y leyendas esta es una manera fantasiosa de explicar el nacimiento de la humanidad pero a mí me resulta más creíble que el cuento genesíaco de la figura de barro y la costilla.
Siendo ya realista estoy de acuerdo en la Evolución darwiniana. Nacimos a través de un animal del cual partieron, por evolución, las ramas de los homínidos y las de los lemures, monos y simios (que son nuestros primos hermanos), aunque por creer esto me condenen a los infiernos los fanáticos del Creacionismo que aún hoy en día -en pleno siglo XXI- siguen prohibiendo en numerosas escuelas y colegios de los “fabulosos” Estados Unidos que se explique a los alumnos la Teoría de la Evolución y quoénes fueron Darwin y Lamarck entre otros. Son los fanáticos del fundamentalismo religioso.
Bueno y qué me importa a mí que me condenen por creer que la Teoría de la Evolución forma parte esencial del Plan de Dios. También condenaron a quienes decían que la Tierra era redonda, que la Tierra giraba alrededor del Sol y que la sangre circulaba por todo el cuerpo.