Josele.

Fue una tarde de verano. El sol nos asfixiaba la respiración. Y entonces fue cuando mi padre y yo decidimos ir a Palomeras para refrescarnos con una buena cerveza. En Molinos de Papel todo era silencio en aquella tarde de siesta castellana. Por el camino andábamos hacia el destino. Mi padre me señalaba los puntos estratégicos de los riscos. Llegamos. Por fin llegamos.

En el único bar de Palomeras, el que tenía siempre la puerta abierta para superar el bochorno de la calor, entramos como dos vencedores del silencio. Habíamos roto la distancia y, juntos los dos, mi padre y yo como siempre, recorrimos la distancia entre el zaguán y la barra de madera desconchada y desportillada. Estábamos ya en esa distancia donde las confidencias se hacen eternas.

Fue entonces cuando Josele se me acercó con una queja dentro de su alma: “¡Tu hermano mayor es un soberbio! ¿No sabías que estuvo, muchas veces cuando era niño, jugando con nosotros y ahora ni nos dirige la mirada?” Yo sí lo sabía pero preferí tomarme la refrescante cerveza y sólo respondí: “Pero yo nunca os he olvidado”.

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