Había un hombre. ¡Era aquél! Un hombre mayor. Uno que era extraño.
Que al pasar, algunas lenguas, de reojo, comentaban, afiladas murmuraciones.
Era uno que iba caminando lento por los paseos adornados con palmeras, mientras los comensales dormían dedicándole una sueño a la digestión.
Poco limpio atuendo traía oscuro, en vestimenta puesto. Zapatos sucios un poco. Del camino que viste y reviste a la polvareda y viceversa.
Avanzaba en lento paso, camino se abría seguro; se trataba pues del extraño.
Sus manos, fuertes. Asido a una vara de gruesa madera, a la vara se atiene, chocando contra la acera testaruda, como un pájaro picando madera para anidar.
El hombre apoyándose, junto al pasar de las horas redondas, esféricas. Camina, marcando el paso como un miocardio cansado, así transita.
En la otra mano, de tela tejida, un saco.
Tela áspera, belicosa, rasposa, rabiosa, intransigente. Llevaba el saco, sujeto bien, y sin desatenderse del.
El hombre extraño, atávico de aspecto, cogido el saco llevaba desde el hombro por las espaldas medio encorvadas. Niñas y niños lo miraban, ojos con temor en la infancia sincera, risueña y llorosa. Miraba al frente ese tal señor. Miraba un poco cabizbajo; quizá obra de alguna clase de cansancio.
La acera era estrecha. Desde alguna vivienda un televisor, y otro, más allá; el hombre silencioso caminaba a cada paso que daba, un aislado golpecito con la vara, en el pavimento lleno de viento y un trozo de papel en un olvido cualquiera. Acercándose al puente; casi una frontera, allí se dirige; el hombre extraño.
Alejándose. El hombre. Solo. De ropas poco favorecidas. Menesterosas.
Y sus zapatos sucios salieron y salen al paso en un camino polvoriento. El barro, aún. Recuerdos líquidos de un día. De una lluvia, fina y delgada; una necesaria inocentada según el saber de la nube en familia ahí arriba entre agua y cielo.
El viejo hombre avanzaba, con él la consecuente vara.
Se acercaba, regresaba, a la parte del extrarradio allá se adentraba, ora desamparado, ora desmejorado barrio navegando a la deriva.
Un lugar donde los niños y las niñas juegan y jugaban alcanzados por la casi indiferencia, al margen, en otra realidad, jugaban a poner el porvenir en juego; un porvenir casi desfigurado que parece se niega a existir.
Con una sonrisa, juegos en las calles, niños faltos, y sobrados de carencias. Estómagos a veces llenos de un hambre domesticado y que sabe esperar y digerir y saborear.
Los adolescentes subidos en veloces bicicletas, se apartaban a otros lugares, sustraían, hurtaban, allende lejos, de un tirón, unas pertenencias; quizá un robo.
Y luego a media mañana otro, y otro, y a esperar a un mejor momento para otro, y en otro día allende nadie los reconozca.
Personas algo impedidas, mayores. Victimas por los suelos tiradas, sus pertenencias burladas, birladas. Las ropas en parte llenas de polvo al levantarse.
El viejo hombre del saco al hombro; triste. Allí, en el extrarradio. Acá en su tierra se adentró; bajo un portal de pared blanca y manchas no muy oscuras.
Un perro pequeño salía a saludarlo, ladraba el animal, alegre, y las ropas del hombre con olores a maderos quemados en hogueras a la intemperie.
Tablas ardiendo para calentar, al otro lado del puente. Nadie, pocos, a esa parte, no osan.
Los y las niñas ausentes, con una sonrisa. Siguen, jugando con el porvenir juegan.
Tú lo has dicho. Del camino que viste estamos hechos los que miramos al horizonte porque caminamos hacia él. La edad es sólo un tiempo que se repite.