Bajo la suave luz de la mañana, la cruz conquista el espacio. Acaban de abrirse las margaritas y un centenar de ellas colorean el bronceado campo donde los primeros rayos de sol, cuales minuciosos libros de la naturaleza, perfilan las siluetas de los álamos en las cristalinas aguas del riachuelo. Como metáforas mil veces reinterpretadas, las rocas semejan estilizaciones de variadas confluencias. El puente, como un enloquecido personaje de mayo, parece viajar a través del tiempo. La horadada cueva es una extrapolada organización de piezas empeñadas en ver cómo pasa la vida minuciosamente dispuesta. El ambiente de los círculos del agua, que forman el viento sobre la superficie, son cantos literarios creados por los efectos naturales del sorprendente discurrir de la mañana. Todo llega desde un destino similar a la épica construcción que resume el paisaje de exposición infinita. Un paisaje que lleva ya siglos al servicio de los oníricos amaneceres. Cincuenta siglos recorriendo la luz la travesía de la fantasía.
Algo más que una pasión compone la historia del encuentro entre el viento y las rocas que, al paso de las edades, han sido erosionadas convirtiendo el espacio de las flores en fragancias dinámicas cuyo espíritu liberado se expande hacia los horizontes. La imagen de los árboles, reflejados en el agua, son una refrescante tentativa para transportar el sueño de las adelfas hacia la reivindicación de la existencia. Las morenas arboledas, bañadas por los rayos de sol, son cosmopolitas visualizaciones creadas como líneas inspiradas al aire libre; algo así como un escenario de ciudades icónicas y vegetales. Caen las gotas de la lluvia, suaves y parsimoniosas, recubriendo las corolas de las plantas del brillante reflejo paciente y natural. El sol saluda, en medio de su cálido discurso, a una esencia inpermeable que contagia al protocolario amanecer y las ramas son corpiños de encajes enhebrados para tan apabullante sesión de colores. Paradójicamente la cueva siempre es gris.
Porque el inicio de la luz está trabajando como modelo para la memoria, la entrega de los aromas comienzan a ser el rodaje continuo de una escena abrumadora entre las verdes hojas y el fulgor amarillo y blanco de las margaritas que se enmarcan en el original concepto de la naturaleza con el recuento del silencio. Un montón de heroínas luces ambientales bailan alrededor de las riberas, logrando que el crecimiento de las horas tenga un verdadero significado en la lucha entablada entre las aguas y el viento. Ningún otro sentido extraño habla con lo creativo del paisaje. Consciente de su maravilloso flujo de majestad, el sol sigue disponiendo la posesión de sus privilegios. La prioridad de todo el ámbito circundante es la disipación de la mañana en el lánguido transcurrir de su permanencia, como una viajera incontenible que va esponjando sus caricias en las ramas ahora convertidas en intranquilas suspensiones donde se balancean los interminables segundos de la presencia del agua. El riachuelo pasa rielando con sus ondas forjando aspectos de una vida fantástica donde la cabeza de los álamos son muchísimo más que un simple reflejo. Ondeando sus pináculos arbóreos, los álamos planifican su propio universo para que todo encaje en su estar presentes. Lo mismo sucede con las margaritas.
Existe una benéfica corriente continua del líquido elemento en sí misma; en su propia seguridad. Si se pudiera puntuar ella misma se otorgaría un diez sin dudarlo ni tan siquiera un momento, proque no hay ninguna paradoja en el mundo expresado de los álamos a lo álamos, de las margaritas a las margaritas y de las rocas a las rocas. La intimidad de las gotas siguen resbalando por las hojas y, en un último viaje, el riachuelo curva sus pensamientos para forjar un diálogo propuesto a la energía epicéntrica del sol. El impulso de la riada es el autocontrol de este riachuelo que, entre rocas y peñas, abraza a las riberas para darles todo su amor a las arboledas mientras, por doquier, las margaritas siguen, silenciosas, tratando de reforzar su dulce existencia a través de las filtraciones de sus oníricas savias; como distraídas composiciones de un estar si más documentación que la sabiduría de la perfección que en ellas anida. Al otro lado, la gris cueva sigue con su reto diario de ser sombra perpetua.
Los silencios meditan en los remolinos del agua, a manera de lenguaje lúdico ubicado entre el aire y las pequeñas gotas translúcidas que centran su presencia en las acciones radiales de ir empapando a los vegetales mientras crece el sentido de las fórmulas naturales que, cada vez más llenas de sol, parecen consultarse las ideas. Es el diálogo de las verdaderas raíces de los sentidos sin restricciones ni censuras: el autónomo e independiente discurso creativo que, efectivamente, surge vestido con las galas del paisaje y se concentra en el espejo de las aguas del riachuelo dando la sensación de una continua voz fiable, rápida e inocua, pero motivada por la ambición de ser fiel a los destinos del tiempo. No figuran en sus diálogos las intransigencias ni las confusiones. Simplemente es el auténtico momento en que el mismo sol se da cuenta de que su poder llega a ser el rasgo más distinguido de aquel escenario lingüístico y cultural donde sus personajes son el resplandeciente placer de estar constantemente estimulados por un entorno cada vez más nutriente: la eneregía interior del espíritu del aire.
Crear su propio momento de relajación planea en la línea del ordenado horizonte que facilita la vida de los álamos, en medio de la armonía de este sinfónico proceso de margaritas y verdes arboledas, enmarcando sus figuras en medio del orden que organiza la luz. La cueva, siempre gris pero sin romper la coloración de sus entornos, inculca al aire el deseo de seguir resonando creando ecos perpetuos, generaciones de pequeños pero profundos ecos que, a través de los siglos, han horadado las paredes hasta convertirlas en una obsesión perfecta de equlilibrio y misterio: cambiar, siglo tras siglo, un milímetro de magia en la batalla diaria del viento mientras que el sol hace encajar, con la perfección de la luz, los ejes de las rendijas de las rocas y una especie de personalidad universalizada se hace inmortal en todos los rincones donde siguen dialogando los álamos con la corriente continua de la cascada en un trasfondo acumulativo de familiares consecuencias. Es así como trabajan el ambiente con el tiempo tratando de no forzar jamás sus infinitas presencias.
Las margaritas conocen su temporalidad pero están habituadas, por eso mismo, a acomodarse en su condición transitoria organizando sus propias existencias sin que les afecte el acumular alboradas para, al final, ser recuerdos inevitables del paisaje. Hacerlo así es mucho más que una simple imaginación. Ellas se reconocen en la magia de sus naturalezas individualizando la comodidad dentro del conjunto de sus familiares espacios. Y el ríachuelo sigue su curso, interiorizada la psicología de los rumores del agua, como figura autodidacta de un paisaje donde lo único que transciende es su vínculo con el idioma de la naturaleza; un idioma sin palabras ajenas al diálogo de los álamos y el aire.
Esta forma de entender la presencia multiplicadora del sol y del agua en la convivencia del hogar común de las margaritas son el consumo diario del vivir conviviendo con la propia virtud de las leves gotas que ordena el aire haciéndolas translúcidas en su sinceridad innata. La arboleda amontona sus cambios temporales a medida que las estaciones van produciendo mudanzas para seguir redescubriendo, jornada tras jornada, ese mirarse hacia adentro sin más problemas que ser tal como la naturaleza es en sí misma. Sin complejos de grandeza, el paisaje se hace grande en medio del silencio solamente interrogado por los rumores del agua y el silbar del viento entre las hojas de los álamos. Cuando llega el viento toda la materia refuerza los pensamientos de su existencia y el sol brilla para seguir otorgando esa organización de los colores que se complementan con la cueva gris y las pardas rocas del acantilado.
En la corriente del agua, los círculos concéntricos siguen organizando un baile propio donde las ondas se expanden hasta desembarcar todas sus ideas en el ámbito acogedor de las riberas. Lo único que ocupa todo este juego secular en el tiempo se llama eternidad.