Salía del colegio con una bolsa de plástico llena de agua y dos peces de colores. Era pequeñito, como esos niños que nunca aparentan la edad que tienen. Su mochila enorme aplastaba su espalda. Miraba entusiasmado su bolsa oceánica sin pensar en nada ni en nadie. Era pequeño, bajito, seguramente de esos niños que tienen la risa en la boca como pegada y constante. Quizá esa pequeñez le impidió darse cuenta de que el semáforo había cambiado de color. Los coches se adueñaron de su mochila, de sus deportivas desatadas, de su bocadillo de chorizo. El impulso de salida fue una parada inmediata. Gritos en la acera. En la carretera, en mitad del paso de peatones, agarrando una bolsa vacía sin océano y sin peces, dejó de ser el chico bajito, la espalda de tortuga, el intrépido buceador que atravesó sus ocho años, casi sin darse cuenta.