Tuve un amigo en mi más tierna infancia (en esa profunda infancia de la que sólo nos quedan recuerdos brumosos como siluetas de humo) que a los 12 años de edad salió de Madrid con rumbo a Centroamérica con un tío suyo. En 1994, cuando yo salía también para América, su madre me dio la dirección de mi amigo de infancia que vive ahora en México, por si alguna vez necesitaba su ayuda. En 1997, estando en Ecuador, yo tenía preparado un viaje a México para documentarme sobre las culturas aztecas y preaztecas de mexicas, totonacas, tlapanecas, yupíes, zapotecas, chichimecas y otros pueblos precolombinos… todo un amplio panorama de culturas desde Huatecapán hasta Zocoalco y desde Xoconochco hasta Totonicapán. Nombres todos ellos que nada dicen a quiénes no estén familiarizados con las civilizaciones precolombinas de México pero que para mí, entonces, eran de vital importancia para la preparación de un trabajo que tenía que presentar en la Universidad Central de Quito.
El caso es que, un mes antes de ir a México, contacté con mi amigo de la infancia. ¡Me reconocía!. ¡Se acordaba de nuestros juegos infantiles en la Sáinz de Baranda mientras nuestras abuelas charlaban y escuchaban la radionovela “Ama Rosa” sentadas en medio del bulevar!. Me preguntó qué estaba haciendo yo en América. Le dije que se lo contaría con detalles cuando nos viésemos en persona pero que, entre otras cosas, escribía obras de teatro. Se alegró mucho al oír esto porque resultaba que él dirigía a un grupo de jóvenes actores universitarios de Ciudad México. Me pidió que le enviase algún guión teatral mío que tuviese inédito. Se lo envié.
Cuando un mes más tarde llegué al domicilio de mi amigo éste me recibió con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos. Como yo tenía todavía 30 días por delante para llevar a acabo mi investigación de campo, acepté su invitación de pasar unos días junto a él y su familia y, entre otras cosas, ver la representación de una obra teatral que iban a realizar sus jóvenes alumno. Así fue como,. A través de sus amenas charlas, me introduje en la historia del Teatro Mexicano desde los barrocos sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón hasta los modernos Luis Basurto, Elena Garro, Miguel Sabido… pasando por autores tan importantes como Celestino Gorostiza, Francisco Calderón, Rodolfo Usigli, Emilio Carballida, Vicente Leñero y otros muchos más… pero hicimos hincapié en Julio Jiménez Rueda, porque los alumnos de mi amigo iban a representar una obra de éste autor, titulada “La silueta del humo”.
Si se exceptúa al cine, en Latinoamérica las artes dramáticas nos han llegado nunca a alcanzar la gran altura a la que llegaron la poesía y la novela. No es fácil explicar este curioso fenómeno porque resulta que en Latinoamérica hay mucha gente a la que le encanta el teatro. Lo cierto es que, a pesar de ello, sólo hay unos pocos centros importantes en el arte dramático: Ciudad México, Montevideo, Buenos Aires, Río de Janeiro, Lima y Santiago de Chile. Y poco más. Sin embargo, el teatro gusta entre los latinos.
La obra titulada “La silueta del humo” fue escrita en 1927, justo cuando el entonces primer ministro mexicano Plutarco Elías Calles estaba enfrentándose (debido a la Reforma Agraria que repartía tierras entre los campesinos indígenas) a la sublevación armada de algunos sectores católicos intransigentes (la famosa Revolución Cristera que terminó en 1930 tras el asesinato del presidente Álvaro Obregón a quien sucedió precisamente Calles). Ahora, 50 años más tarde, estos jóvenes universitarios la estaban volviendo a representar pero con algunas adaptaciones a los timepos contemporáneos.
“La silueta del humo” es un drama psicológico de carácter familiar con implicaciones sociales y políticas de su tiempo. De esos dramas psicológicos que tanto éxito tuvieron en el segundo tercio del siglo XX en México y que ahora vuelven a tener plena vigencia. Un drama familiar que contiene connotaciones del teatro de Eugene O’Neill, turbulento y realista como “El mono peludo” del irlandés-norteamericano, pero con arquetipos propios de los clásicos griegos y de los autores del Siglo de Oro español. No en balde Jiménez Rueda fue uno de los principales estudiosos e investigadores de las obras de Quevedo, Calderón de la Barca y Lope de Vega en México.
Hay también en “La silueta del humo” diálogos muy abigarrados plenos de tonos irónicos y de esencias poéticas de carácter universal. A Jiménez Rueda se le puede considerar punto de apoyo para autores como Elena Garro y Emilio Carballida entre otros más jóvenes. Este Jiménez Rueda dio a la vida artística, cultural y social de México, un estimulante empujón que luego fue consolidado con Rodolfo Usigli. Y hay igualmente en el texto de “La silueta del humo” una pulcra corrección en el lenguaje puramente castizo y estilizado, con un léxico gramatical muy genuino sin dejar de ser siempre muy claro y limpio.
Al terminar la representación, mi amigo y yo encendimos unos Coronas a la salida del teatro y fuimos caminando y charlando un largo trecho. A él se le llenaron los ojos de lágrimas cuando saqué a relucir cierta anécdota que nos ocurrió en la infancia y que estaba relacionada con el entremés de “Las aceitunas” de Lope de Rueda (que era el nombre del colegio madrileño donde compartíamos banca en el aula de don Vicente Ibáñez).
Coronas de sombra. Coronas de fuego. Coronas de luz. El color de nuestras pieles son semillas al aire en esta hora de todos, hora del canto de los grillos recordando tiempos de capitanes truenos jugando a ser jabatos y espadachines enmascarados pero siempre con un par de rosas rojas en nuestro blanco corazón para brindárselas (siluetas del humos de la nostalgia) a nuestras soñadas musas.
Cuando 20 días después regresé a su hogar para irme a Ecuador y despedirme de él agradeciéndole todas sus atenciones, José Ángel aún tenía dos sorpresas guardadas para mí. Una fue la entrega de unas copias de un extenso trabajo que él había realizado sobre los yupíes (y que me sirvieron de mucho para mi investigación) y la otra fue una nueva invitación a presenciar otra representación teatral de sus jóvenes alumnos. Esta vez era “El jacarandá encarnado” que era la obra que yo le había enviado dos meses antes y que ellos habían estado ensayando sin que yo lo supiera.
¡Amor de amigo a lo mexicano!. ¡Amor de amistad correspondida por un español que nunca lo olvida!. Por eso le prometí que volvería a visitar México en alguna otra ocasión, pero sin avisarle de que la próxima vez le voy a llevar como regalo la vieja colección de El Coyote que tengo guardada desde que ambos teníamos 10 años de edad. Esa colección que tanto sirvió para unir nuestros lazos amistosos en aquellas tardes en que íbamos a leerla al Retiro, junto al quiosco del famoso Pirulo.
México (como toda América en general) es mucho más que esos clichés y estereotipos de viejas películas y músicas rancheras. México en particular (y América en general) es mucho más. Mucho más. Y cómo ocurre con la silueta del humo de nuestros Coronas encendidos en una anochecer a la salida del teatro, quienes conocen esas tierras y se adentran en el espíritu de sus gentes saben que hay muchas identidades culturales por redescubrir en aquel Continente.