El Brentwood era una especie de bar para sonámbulos. Todos allí mimetizaban sus movimientos mientras una música sinfónica de ritmos ondulantes hacía notar la sensación de que se estaba flotando en la atmósfera. Era algo que las nuevas tendencias musicales habían logrado alcanzar y se imponía como moda en todos los lugares nocturnos. Una especie de caminar sobre las ondas del pensamiento mientras los agudos sonidos del conjunto musical de turno servían para sedar los nervios de quienes se encontraban estresados por la centrípleta clase de vida a la que habían llegado los humanos.
Paul recordó, por un momento, la antigua cabaña de madera donde su abuelo, un veterano de la Guerra de Irak de principios del siglo XXI, le contaba historias de tiempos pretéritos pasados; tiempos en que todavía se podía respirar aire no contaminado… pero tiempos en que el amor había sufrido crisis de identidad. Ahora, en su época, Paul formaba parte de una generación de jóvenes que habían recuperado, en gran parte, las esencias inmateriales del amor. Por eso recordaba a su abuelo dándole principios sobre qué era la naturaleza humana cuando los hombres y mujeres vivían las experiencias de sentirse seres complementarios.
Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no se dió cuenta de la presencia de aquella enigmática mujer junto a él, codo con codo en la barra, hasta que ésta no le pidió un cigarrillo…