Que René L’Ouverture, Lobeltul, haitiano, falso pintor naif, marxista, perilla leninista, camine por Plaza de España ofreciendo cuadros a los turistas mientras murmura “qué injusticia, qué injusticia” ante las ocasionales raciones de jamón serrano no es extraño. Es lo que hace todos los días. La pata de puerco curada reafirma su conciencia más que la lectura serena de “Materialismo y Empirocriticismo”. Y a quién no.
Pero hoy está inquieto. Tal vez por ser jueves y andar ya la ciudad oliendo a viernes, a Lobeltul le parece que las palmeras acogen hoy de mejor gana la brisa suave que sacude de sus hojas el polvo del día y se cimbrean limpitas como las mujeres cuando se secan la cintura después del baño.
Para olvidar el río subterráneo de sus jugos gástricos, y la torrentera de los otros, Lobeltul se impone un ejercicio acorde con su moral revolucionaria: traduce mentalmente del español al dominicano y al creole algunos pasajes del Dieciocho Brumario. De modo que en su cabeza Marx se expresa alternativamente como un auténtico tigre capitalino o un profundo habitante de los bateys. Y así, por ejemplo, cuando Marx dice que la historia se repite, Lobeltul traduce “esta vaina viene jodiendo una y otra vez”. O, si no, “l’istuar sa repete de fuá, kokó kochó, agoé”.
Lobeltul se para frente a una mesa de la terraza, extiende sus dos brazos y planta sus cuadros a una pulgada de una nariz canadiense y sesentona. La sonrisa de la nórteña significa no. Aunque Lobeltul, parapetado tras los lienzos, ni lo nota. Sólo nota que la sangre que corre por sus brazos extendidos e implorantes se altera, porque, estamos de acuerdo, la injusticia es si cabe más injusta los fines de semana.
Ahora ni su ejercicio le vale. Se ha atascado en un pasaje que, seguro, hasta para Marx resultó farragoso, “qué cabronazo, qué frases, e’te Carlitos”. Y se altera. Detecta la alteración en su propio cuello, que retuerce autodestructivamente para mirarle las piernas a una mulata sin por ello modificar la orientación de sus cuadros. Piernas y jamones.
La canadiense ya no sonríe; por el contrario, reitera convulsivamente su “nothing at all”. Ni lo nota Lobeltul. Para alivio de sus cervicales, la mulata corrige el rumbo y en lenta procesión desaparecen primero sus senos, después sus nalgas, por una esquina. “Mejol”. Las mujeres traen problemas, tanto a los ricos como a los pobres, que en eso igualan más que la muerte.
La canadiense agita ahora frenética la cabeza. “No, no, no querer cuadras, ni nado”. Pero a René Lobeltul, parado, las niñas de los ojos le han desaparecido tras la frente, porque está pensando en la muerte, y la canadiense se queda aún más sola si cabe, reducida a fantasma desteñido por aquellos ojos redondos y blancos.
Lobeltul se vino de Haití huyendo de la violencia institucional. Lo que son las cosas. Media vida sorteando con éxito las contrariedades mortales que provoca el ser partidario de la lucha armada, para al final tener que abandonar su tierra por tirarse a la concubina de un raso de la policía de tránsito. Hay cosas a las que no se acostumbra uno. “Coño, ¿para qué tuvo que decírselo a ese pendejo? Un exiliado sexual, eso es lo que tú eres para tu vergüenza, Lobeltul”.
Canadá llora ahora con espanto sincero, agobiada, acosada, diria ella si se lo preguntaran; llora lágrimas gordas de esas que estimulan a los psicoanalistas; toda ella está empapada de lágrimas, de sudor, de la excitación del miedo, por lo que ya nadie puede llamarla Canada Dry con propiedad. Alarmado, el camarero zarandea a Lobeltul y Lobeltul sale del trance y sonríe a Canadá. Con un ojo. Con el otro ha detectado bajo la barbilla de la vieja una Presidente grande, vestida de novia y casi llena. Sonríe más. Y cuando el camarero se aleja, Lobeltul, como un ninja, salta, lanza los cuadros (que le salen planeadores), agarra la Presidente y corre como alma que lleva el diablo hacia lo oscuro. Ni siquiera un minuto de esclavitud ha sido vengado.
La cerveza le escurre sentimental por su garganta. Está tumbado en su camastro y por las junturas de las planchas de uralita del techo ve el cielo: en los pechos oscuros de una nube, justo en la vertical del faro, cien rayos erguidos dibujan lechosas hoces y martillos. Como si ya fuera viernes. Como será algún viernes
Bien escrito, bien argumentado y bien sentido. Me gustó la calidad de citaciones intrahistóricas y el texto contiene mucho de sintomático temporal. Decididamente, un aplauso.