Once segundos antes de ganar la medalla volvía a estar junto al que había sido hasta el momento mi más implacable rival. Estaba tenso, algo más que yo, pero su rostro nunca revelaba ningún signo de debilidad ni duda. Siempre corríamos por los carriles centrales, hacia cuatro años en Pekín y ahora en Madrid. Estaban a punto de dar la salida y él seguía imperturbable pese a los fogonazos de las cámaras de los fotógrafos que asistían a otra de nuestras míticas carreras. Su rostro me recordó al que ya había visto apenas unos milímetros por detrás del mío en Pekín cuando intuí que había ganado la final y cruzamos miradas congestionadas de victoria en mi caso y de dolor en el suyo. Al año siguiente volví a ver el dolor en su rostro por televisión cuando informaban de aquel maldito accidente al volver de un entrenamiento. No era así como quería que todo acabase entre él y yo. Me trasladé a su ciudad y colaboré en su recuperación. Dan la salida, corremos dejando atrás al viento, al dolor al miedo. Once segundos. Llegamos a la meta, veo su rostro junto al mío, respiro aliviado. Ha ganado. Campeón olímpico. Levanta sus brazos y su muñeca derecha arrastra mi muñeca izquierda. Nos abrazamos. Es la final, otra final, un principio.