Son esos seres entrañables que impresionaron nuestras infancias. Siempre hay dos versiones sobre los abuelos: la que los eleva a la categoría de héroes mitológicos familiares y la que los relega al último escalón de lo prosaico. Los abuelos y las abuelas son algo así como dos nacionalidades en el interior de nuestras almas, pero están unidos en una misma significación: la esencia de lo primigenio, lo sustancial, lo heroico, lo enraizado en el más profundo rincón de nuestras antesalas.
Los abuelos son esos seres impenetrables a los que sólo llegamos a conocer cuando ya se han ido… al parque de la soledad… al nimbo de los desaparecidos… al otro más allá de nuestras conciencias…
Es entonces, y sólo entonces, cuando entendemos su verdadera dimensión y vemos en el abuelo, en la abuela, que eran algo más. Algo más el abuelo. Algo más la abuela. El abuelo era algo más que una pesadilla. La abuela era algo más que una molestia.
Pero… ¿quiénes son los que se dan cuenta de ello?. Embebidos y absorbidos por los teoremas primoridales de la ludopatía general (lo lúdico al poder) se impone solamente la imagen, y el abuelo y la abuela quedan desterrados de su verdadera patria (la familia) siendo ahora emigrantes de la globalización que perviven en las plazas, en las calles, en alguna que otra residencia… y allí guardan su memoria y callan, callan, callan… esperando que alguien recupere su voz para la vida. O quedan simplemente varados.
Y luego, cuando mueren, cuando ya nunca más estarán a nuestro lado en esta bendita tierra de la colmena común, la aldea global o como cada sociólogo de la filosofía de la posmodernidad, haciendo eco de todos los umbrales de sus propios ecos, quieran definir… entonces, y sólo entonces, comprendemos y entendemos a los abuelos.
Tarde. Es demasiado tarde para devolverles sus mágicas mitologías familiares. Ell antaño ya es un tren qiue partió hacia la parada del destino inalcanzable. Tarde para poder despertar al abuelo de su siesta impenetrable. Tarde para poder despertar a la abuela de su sueño eternal. Y se quedaron dormidos en las plazas, en las calles, en alguna que otra residencia… mientras las palomas comen ahora pedazos de pizza a la italiana, croissant mojados en el glamur de los yogurines… porque ya no hay manos, envejecidas y callosas, que les ofrezcan simples migas de pan…
¿Y qué dicen de todo esto (de todas las ausencias de los abuelos y las abuelas), los famosos filósofos miopes y los no menos famosos sociólogos estrábicos de la posmodernidad?. ¿Qué argumentan los comunicólogos de las aldeas globales que lanzan sus ecos a todos los confines de la Tierra?. ¿Qué opinan los sabios del conocimiento superior, de los masterados y los curriculum impecables, sobre la incógnita ausencia de los abuelos y las abuelas familiares?. Nada. Ellos siguen publicando, pregonando, promocionando “La muerte de la familia”.
Y a los abuelos y abuelas de las plazaas, de las calles, de algunas que otras residencias, sólo les queda el consuelo de que algún día llegue el poeta y les narre un cuento… Un poeta que le devuelva la vida de la palabra y de la magia, del relato junto al lar… Un poeta urbano o suburbano pero… al fin y al cabo… un poeta quie dignifique la doble nacionalidad de los ancianos.
Creo que tuve un abuelo raro, enfermo mental, que gustaba de la soledad y las paranoias en sus últimos años de vida. Que quiso morir sin medicinas apartado de toda sociedad. Yo sólo recuerdo que me limpiaba el culo en el río Almonte cuando me cagaba el pañal y me llevaba a todas partes con una sillita pequeña de madera en el maletero. Alguien me contó que pasó mucho tiempo encerrado en “las mazmorras” y creo que de allí no volvió a salir. Gracias, Diesel.