Las huellas de las tierras nuestras son aquellas con las que desarrollamos las vivencias más hondas de nuestra aventura diaria; son las que nos sustentan y nos definen a nosotros mismos porque siempre somos -hombres y mujeres del ansia literaria- un reflejo de aquella tierra en que vivimos nuestra niñez, de aquella tierra en la que fuimos patriotas juveniles de la poesía, de aquella tierra en la que crecimos y maduramos en nuestro mundo interior hasta unirnos a las tierras de otros muchos seres humanos. Es la fuerza del espíritu: la casa de nuestros abuelos, los pájaros que nos entusiasmaban con sus cantos, los campos de amapolas y de trigos que recorríamos mirando a los caminos portadores de nostalgias migratorias, esos caminos que, al mirarlos, nunca sabíamos hasta donde conducían… hasta que un buen día nos propusimos caminarlos y por ellos anduvimos.
Siempre queda en la memoria esas búsquedas plenas en el sentimiento más que en la racionalidad, esas búsquedas que nos hacen implicarnos y desnudarnos como personas llenas de naturalidad innata que se empeñan en no engañarse a sí mismas ni, de paso, engañar a nadie. Por eso los voremios formamos parte de lo mistérico y de lo ignoto de cada uno de nosotros y nosotras. Que nadie nos confunda. Somos naturales y vamos dejando objetos, marcas, señales… en las páginas blancas donde plasmamos ideas por la simple necesidad de expresar lo efímero, lo que tiene el ser humano de levedad y nuestro fuerte espíritu terrenal. Siempre son las huellas de las tierras nuestras lo que queda como síntesis de nuestra literatura.