Su rostro denota tal grado de indiferencia, que los guerreros tiemblan. Dudan de su propio poder. Sólo algunos avanzan. Portan infinidad de armas, pero nadie lleva una parecida a la de él. Una inmensa espada, envainada en su espalda. Y un aura extraña envuelve la mano izquierda. Se lanza al combate, avanza a una velocidad brutal, mientras desenvaina la mortífera arma. Los escudos caen, junto con las armas. Los humanos pierden el control y huyen. Pocos mantienen la calma. Los espartanos de la Antigua Grecia se mantienen en su formación, y junto a ellos se mantienen pequeños grupos humanos. Las demás razas se mantienen, aunque inquietas. Los Enanos mantienen su forma triangular de ataque, mientras que los Elfos preparan sus arcos. Pero él se detiene. Ha comprobado lo que quería. Ha visto quienes merecen respeto. Las razas no humanas desaparecen en un suspiro. Ellos ya saben lo que han ganado. Los humanos se descartan, excepto unos pocos. Hace una reverencia, y se gira. Una lanza se dirige hacia él, pero la detiene con la inmensa espada, rompiéndola en dos. Vuelve el rostro hacia ellos, y sonríe.
Nos veremos al otro lado. – susurra, y se lanza al combate.
El Hades… El Infierno para los griegos. Separado de todo lo demás por el Río Estigia. Allí se encontraban los 300 espartanos. Sumidos en una oscuridad terrible. El Barquero había rechazado llevarlos. Estaban malditos con el poder de los místicos persas. Recordaban cada momento de sus vidas con una facilidad pasmosa, pero podían llegar a perderlos para siempre. Una vez más, Leónidas pide ayuda al Barquero, y éste, levantando una huesuda mano de su capa, niega de nuevo.
Sois malditos. No pasaréis.
Yo no diría eso, Barquero – replica una voz desde las sombras. – Espartanos, tenéis una posibilidad.
No pueden redimirse, y lo sabes. No puedes verlos, sus auras oscurecen la oscuridad.
Recuerda que es esa oscuridad la que puede redimirse. Leónidas, si hay una posibilidad, ¿la tomarías? No supone una ‘‘sumisión’’. Os he visto. No con ojos, claro, soy ciego… – La figura se acerca, mostrando su aspecto, único. Sus ojos destellan… No, no tiene ojos, sólo hay una luz donde antes los había.
Segador… No puedes alterar la rueda del Destino en el reino de un Dios. – Murmura el Barquero. – Ya tienes bastante con tu propia existencia.
Pero si simplemente mi padre exterminó a… ¿Qué, un par de Dioses viejos y sus mundos?
La mitad de esta orilla la ha llenado tu padre, y sólo me llegó una parte. La otra fue… Allá.
Y tendrás muchas más. Almas persas. O tal vez no las veas… – La figura se aleja, en dirección a los espartanos. Leónidas lo sigue, con dudas. A él le cuesta tanto moverse… Y la figura avanza destruyendo la oscuridad. Ahora se fija en su arma. Una espada gigantesca, tan grande que no debería poder se esgrimida. No por humanos.
Las almas de los muertos sin descanso se arremolinan en torno a la figura, pero ésta los disipa sin más esfuerzo que el solo caminar. Avanza con la voluntad de conseguirlo todo y no entregar nada. Leónidas ve casi a un espartano, pero hay algo en él que lo inquieta.
El que porta el arma gigante llega en frente de los espartanos. Leónidas se coloca en frente de ellos. Un extraño viento comienza a soplar. En ese momento, se dan cuenta… De que antes no había viento. Ni esa luz que parece traer el viento. En la oscuridad resuenan las palabras del Barquero.
Continúa alterando la orilla y el mismísimo Hades vendrá aquí.
Que venga. Como si viene el mismísimo Dios de Dioses. Veremos si estoy a la altura de mi padre… – La voz del Barquero se apaga. El viento aumenta su potencia, y una potente luz revela la figura.
Un ser de alrededor de dos metros de altura, de forma aparentemente humana, pero sus rasgos eran muy distintos. Más suaves, unas orejas mayores y puntiagudas, y su piel, tan negra como la oscuridad que los rodeaba. Sus ojos destellaban. Sonreía, mientras su mano derecha se dirigía a su espalda. Los espartanos ven como levanta casi sin esfuerzo la inmensa espada, y la hunde en el suelo.
Habéis sido maldecidos. Sin embargo, vosotros os merecéis el más alto honor. Habéis luchado hasta la muerte por vuestro pueblo y vuestro rey. Puede que los dioses opinen distinto, pero yo creo que no deberíais de estar aquí. Para poder hacerlo… Habrá que volver a pelear, y esta vez, ganar. Os enfrentaréis a todos los enemigos que no llegasteis a matar. Esta vez, tendréis un apoyo que no teníais… Y claro, la experiencia.
¿Vivir de nuevo la batalla? Es imposible. – Dice una voz en el interior de las tropas.
También es imposible que esta espada pueda ser esgrimida, ¿no? – Levanta la espada y la acerca al espartano que le había interrumpido. La deja caer suavemente sobre el hombre, y éste siente un peso increíble que lo aplasta. Al instante, la espada está de nuevo incrustada en el frío suelo.
Escoged. Esto, o una posibilidad de redención. ¡Destruid a los persas, y liberad vuestras almas!
Un único grito de furia marca la respuesta. Los espartanos van a la guerra. Ven cómo la figura se eleva en el aire, y despliega unas alas de ángel. Un Fuego Blanco los rodea, cegándolos… Y vuelven a un lugar conocido. Las Termópilas….
Depende de tan poquito y de tanto al mismo tiempo el transcurso y el final, el que las cosas sean de una forma o de otra…, este final me habla de la vida en círculos, un abrazo
Buena redacción que se da a disfrutar, me gusta la entrada de la muerte y por supuesto no se puede olvidar, la actitud de los espartanos ante la guerra. “Nos podemos cansar de beber, de comer e incluso de hacer el amor pero jamás de la guerra” Muy completo. Saludos.