Todo el tiempo del mundo

Por Jaime Despree

«¿Cuál es el animal que tiene cuatro pies en el alba, dos al medio día, y tres en la tarde?»

Acertijo propuesto por la Esfinge tebana a Edipo

Primera parte: “Teo en el Paraíso”

CAPITULO 1

«Desde aquí arriba veo la puesta de sol
como nadie puede verla. Mírala ahora.
¿No es el color del paraíso?
Y también están mis manuscritos,
que crecen año tras año.
La soledad tiene sus placeres, amigo mío.»

Tariq Ali
“A la sombra del granado”

Rudo y prepotente, el mocetón de la tienda de ultramarinos dejó la pesada cesta sobre la mesa de la cocina.
—El paraíso debe ser un país donde reina la «Ignorancia». ¿Entiende la idea, doña Pura? Es un reino y la reina se llama Ignorancia, y los súbditos son todos ignorantes.
—Déjate de monsergas y espabila, que van a dar las doce y no tengo puesto el puchero.
—Bienaventurados los que no piensan, porque de ellos será el reino de los cielos.
—¡Jesús, que tonterías! ¿Y las zanahorias? ¿Cómo puedo guisar el conejo sin zanahorias? Anda, ya estás arreando a buscar las zanahorias, pero que no sean muy gruesas que tardan más en cocerse. ¡Y cállate de una vez, que si te oye la señora decir esos disparates pesará que somos nosotras las que te damos pie para decirlos!
El chico de la tienda vaciaba la cesta con parsimonia, ceremonioso, colocando meticulosamente cada cosa en orden como si fueran los soldados de plomo de un regimiento en formación para el ataque. Aquí la infantería, por ejemplo las lentejas, allí la caballería, por ejemplo, las alcachofas, en un extremo a salvo del fuego enemigo, los mandos, por ejemplo, el gran paquete sangriento del conejo descuartizado. Contemplaba cada cosa como preguntándole por su razón de ser:
—¿De qué nos sirve ser buenos, humildes y obedientes, doña Pura? ¿De qué le sirve al perro ser dócil cuando está amarrado a su cadena? ¿No sería mejor ser salvaje y rebelde?
La cocinera sacudía las manos en el aire como dando a entender que aquellos insensatos pensamientos distraían su atención y no era capaz de repasar la cuenta de la compra. Por segunda vez pasó las yemas de los dedos sobre el pulgar, cambiando de una mano a otra cuando se agotaban los dedos, para vuelta a empezar nuevamente.
—…Me llevo 3; me llevo 3 ¡Ahí, que tonta, ya no recuerdo de cuánto me llevo 3! ¿Todavía está aquí? A ver, siete más nananana… 37, y me llevo 3!
—¿De qué le sirve al jilguero cantar si vive preso en su jaula? ¿No sería mejor rebuznara y renegara de su esclavitud?
—Y ahora me llevo 4; 4 que son 12 más nananana… y 4… ¡Vaya por Dios, esta cuenta no está bien! ¿Es que no vas a dejar de decir majaderías, es la tercera vez que saco la cuenta y no me cuadra?
—Si yo fuera un general mandaría fusilar a todos los dóciles y obedientes; a todos sin excepción, porque detrás de un manso siempre hay un criminal escondido, en tanto que en un criminal sólo puede esconderse un manso. No hay santos del calendario que no fueran unos farsantes y blasfemos y algunos hasta promiscuos, pero como en todo malvado se esconde un ser virtuoso, cansados de blasfemar y pecar se arrepintieron, siendo después modelos de virtud intachable, porque sabían el dulce sabor del pecado, y el placer que puede haber en producir dolor a los demás…
En un rincón de la amplia cocina, aunque a decir verdad no había rincones en aquella cocina, tal vez pudiéramos decir que en algún indefinido lugar de la amplia cocina, puede que junto a una alacena, los fogones, la enorme fresquera de hielo (el repartidor del hilo no era tan hablador, pero tenía la manía de citar algunas fábulas de Samaniego), puede que junto a una repisa o una mesita sobre la que doña Pura, la cocinera, solía poner la capillita de la Inmaculada, la quincena que le tocaba, aprovechando para mal rezar algún que otro rosario mezclado con exclamaciones y lamentaciones como «¡Ay, Señor!», «¡Bendito sea el Santísimo!», o en alguna ocasión, pero más raramente, «¡Que sea lo que Dios quiera!», expresiones que no tenían nada que ver con la rutina diaria, ni con la capilla ni la Inmaculada. Al parecer no tenían relación con hechos en particular, sino que le salían de forma espontánea, reflejo de una vieja costumbre pueblerina; pues en los pueblos la vida consiste en hacer exclamaciones parecidas a cualquier hora del día, sin una causa determinada, pero sobradamente justificadas por alguna reciente desgracia propia o ajena, la muerte repentina de algún vecino, el parto difícil de una yegua o por parecer ante los demás una persona piadosa, preocupada y conciente del sufrimiento ajeno. Sea por lo que fuere, doña Pura tenía esa vieja y piadosa costumbre y persistía en ella porque, a pesar de llevar más de 20 años en la ciudad, todavía añoraba un pueblo que, dicho sea como anécdota, se lo engulló hasta la torre del campanario un pantano inaugurado en 1952, tal vez uno de los primeros construidos por el dictador para refrescar su tiranía. Dicen que cada año por las fechas en que fue inaugurado, y a la hora puntual, suena la campana de la torre (pese a que ya no existe), eso si no hay riada….

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