El envilecimiento de la moral
va parejo con la degradación del ser
deleitando al espíritu con fugases superficialidades
promoviendo la ambición ilimitada de poder.
Poder, que apartado del deber
excita y motiva al abyecto placer
alentando el culto individualista,
engendrando nuevos imperativos materialistas
de reciclaje permanente e inmediatista.
Hoguera de pasión y vanidades,
ciénaga repleta de maldades,
conciencias con precio estipulado
donde la mediocridad, el vicio y el crimen
tienen su puesto señalado.
Falso regalo de dioses ausentes,
verdadero contingente de necedad,
que se cubre con el manto de lo inevitable
en un intento por paliar el daño que provoca el exceso de credulidad.
Credulidad, el licor que embriaga a la sociedad
con la dosis justa de cinismo, la retórica se convierte en un arma letal
y la política un arsenal ideológico
artillado con discursos repletos de promesas a olvidar.
Promesas, que abrigan falsas esperanzas
a las que se aferra, un pueblo cegado por las ganas de creer
como un obligado acto de proeza,
nos arrastramos hacia los placeres de la pobreza,
dejando el destino en manos de un cristo que se dejó crucificar
y un dios que lo vio perecer, sin ánimos de interceder.
Mientras nacemos, morimos y resucitamos,
una violenta realidad invade facinerosa
las maneras olvidadas de la ética y la moral
y sus hordas de vicios clandestinos,
toman por trofeo los sueños postergados de una nueva sociedad.