Lo ordinario de cada día es aquello que nos convierte en monocordes sainetes bailando al son del cornetín que toca el capitoste de turno. Es levantarnos siempre con cuidado de no poner primero el pie izquierdo sobre el suelo, atarse concienzudamente los cordones de los zapatos (empezando religiosamente por el derecho) y desayunar siempre leche con un poco de café o colacao con un poco de mortadela o cualquier cosa siempre con un poco (por eso de la moderación de la norma) de cualquier otra cosa.
Y lo ordinario de cada día es saludar con una sonrisa profidén a la bruja del tercero be o al oraguntán del cuarto a que, por otro lado, nos caen como cien piedras en el estómago después de haber comido un plato de fabada. Ordinario es montarse siempre por el mismo lado del utilitario, no bajar las escaleras de dos en dos o de tres en tres sino pausadamente, tranquilamente, de uno en uno para no despertar al niño del vecino del segundo ce que es un verdadero berraco berreante a las altas horas de la madrugada. También es una ordinariez común medir los pasos que nos separan de la compañera de trabajo para no tropezar con su maciza figura de hembra que tira de espaldas no vaya a ser que el jefe -al cual siempre tenemos que decir que es muy guapo y muy listo- nos traslade a un negociado de castigo… y ordinariez es, asimismo, no decirle a la guapa de turno, a esa chica nueva que acaba de llegar a la oficina, que somos la reencarnación de Fu Manchu o que quizás estamos aquí porque somos los descubridores del gas neón u otras imaginaciones de mayor calibre. También es ordinariez invitar a esa misma chavala “chipin” a una fanta de naranja porque da la casualidad que a ella ni le gusta la fanta de naranja ni puñetera gracia le hace que la invitemos a los ocho y media de la mañana cuando todavía su escultural cuerpo está digeriendo el último sandwuche de sobrasada que se ha zambullido a las siete y media. Ordinario es quien responde siempre sí a cualquier chavala que le sonríe solo para quedar bien delante de sus progenitores que, al llegar al domicilio paterno, le leerán la cartilla del buen comportamiento, los puntos programáticos de la buena educación y los fundamentos básicos y elementales del Frente Ejemplar Tradicionalista y la Jaculatoria Oracional Nacional Simplista (FETJONS) que nos pone en relación con la Dolorosa porque hemos podido resisitir a la tentación de soltarle un estás cañón o estás sputnik a la citada chica “chipin” de la oficina. Ordinario es, igualmente, no saltarse nunca una banca del Retiro para que los extranjeros no piensen que somos primitivos primigenios y, por último, ordinario es no pasear más de las dos de la madrugada en medio de las neblinas del sueño no vaya a ser que nuestras mamás o nuestras suegras nos canten aquello de donde se mete donde se mete el chico del diecisiete y por qué tanto gasta que el tabaco no le basta. En fin, la ordinariez de todos los días es no vivir la libertad. Y punto y seguido. Porque de ordinarieces consuetudinarias, formulistas y bienpensantes está este mundo lleno no vaya a ser que la cotilla del quinto de nos denuncie a su famélico marido y éste a la mañana siguiente o cualquier mañana que nos vea por la escalera no se digne darnos el saludo del cortesano buenos dias o nos mire de abajo hacia arriba (porque suele ser el enano del portal) para decirnos indirectamente (por eso de la ordinariez educativa de las formulaciones formalistas) que somo unos golferas de tomo y lomo a pesar de que hemos llegado a casa hechos polvo y con más ganas de ligar que un cosaco en la selva virgen.