En caótica situación
no sabíamos qué hacer,
sin medios de subsistencia
era imposible volver.
No podíamos aguantar
aquellos días de infierno,
sin tener para vestir
y menos para alimentos.
Se hacían débiles los cuerpos
las lágrimas no cesaban,
no habiendo dónde dormir,
el suelo era nuestra cama.
Al final creímos ver,
la luz en la oscuridad,
nos llevarían a un colegio
y todo se iba arreglar.
Para entrar aquel colegio,
nos tuvimos que duchar,
los cuerpos estaban sucios,
delatando suciedad.
Llevando a cabo la orden,
vinieron autoridades,
y nos llevarían a asearnos,
a duchas municipales.
Fui separado a la fuerza
de mis hermanas y madre,
y el encargado de las duchas
estuvo a punto de violarme.
Una vez que nos duchamos,
dos hombres que se acercaron,
nos cogieron de la mano
y al hospicio nos llevaron.
A partir de este momento,
dejé de ver a mi madre,
mis lágrimas no cesaban
y mi sufrir era grande.
Medio a rastras me llevaron
al pabellón de los niños,
y pude ver en sus caras
que les faltaba cariño.
Igualmente a mis hermanas,
dos monjas se las llevaron,
y no permitieron vernos
durante tan largos años.
Aún con mi corta edad,
no tardaría en darme cuenta,
que allí recogían a niños,
los huérfanos de la guerra.
Uno de mis cuidadores
llamado Señor Ramón,
su relación con los niños,
era de maltratadór.
En un plan amenazante,
y con la porra en la mano,
gritaba de cama en cama:
“¿A ver, quién se habrá orinado?”
y si algún niño, durmiendo
había mojado la cama,
aunque pidiera perdón,
del golpe no se libraba.
Sin embargo Valentín,
no podría decir lo mismo,
era una persona buena,
y muy dulce con los niños.
Yo lloraba sin consuelo,
cuando Valentín me dijo:
“no llores, vente conmigo,
que te daré un traje nuevo”.
De traje no tenía nada,
pues, simplemente era un mono,
y una camisa de rayas.
CONTINUARA