El tono de la señorita Rubens, habló con vehemencia, desencajándole los huesos, sintiéndose desorientado. No le ayudó demasiado su tenacidad e intento de encuentro furtivo, en un abrazo secreto, llagado y masoquista.
Bien, creo que no falta nada… mmmmmm… nombre, dirección… vale, ya está todo, si me disculpa, vuelvo ahora mismito. No tardo nada… gracias.
Sonrió maternalmente, desarmándole y salió de la habitación que semejaba una celda. Al cabo de un rato, oyó su taconeo y las medias de sus muslos refregándose, sonido que ya le resultaba familiar.
Sin saber porqué, abrigaba la esperanza de verla entrar con un camisón largo de transparencias, de esos de satén, cerrar la puerta con llave, mientras la intimidad se deslizaba en un contoneo sinuoso y pasional, la prenda debía caer a tierra, y a la vista, una descarada combinación, a la par que presumida y coquetamente, preguntaba con voz sensual ¿te gusta, cariño?, sus vaporosas manos rastreando su piel, conociendo su poder de bestia en celo, hacia el hombre persuadido por la amenaza que le cautivaba. Pero no. Llegó la Madam enérgica, con el uniforme hortera, impecable.
Señor, me han notificado un asesinato en la calle y número que usted me ha dado. Pero llega tarde, alguien anónimo, avisó por teléfono, hace cosa de una hora. Mire… si quiere verlo usted mismo… le acercó una hoja de sumario.
La apartó de un manotazo. ¡No podía ser!, se levantó ultrajado, acuciado y se largó de aquel lugar que olía, que apestaba a silla eléctrica y a un exorcizado azar de irrealidades sexuales y fusilamientos psíquicos. Marchó salvajemente, sin despedirse. Reconoció su falta de educación, ¡sí! pero es que salió profundamente defraudado. Ni siquiera podía tener la exclusiva en dar la noticia del único suceso importante que pasaba por su irrelevante vida de escritor fracasado, a un mundo que le decepcionaba tremendamente.
¿Quién había telefoneado?, estaba bien claro. Sólo el asesino conocía una hora antes su cometido, qué cínico. El psicópata que había tenido la ocasión de saludar en el portal, llamó para anunciar un delito reciente o quizá todavía inexistente.
Intentó recordar algún detalle, pero la ropa de camuflaje le dejaba sin pistas y encallado en blanco. Tarareó el concierto para violín de Piotr Llic Chaikowski, ¿porqué?, a saber… Quizá le relajaba, tal vez sentíase identificado con la turbulenta y atormentada existencia del compositor ruso. Él, como el músico, en estos momentos, no se aceptaba a sí mismo.
Reintentó pensar en indicios o resquicios que a veces quedan en el aire. Nada era una palabra que lo decía todo.
Trataría de pensar, pero más adelante, con mayor lucidez. Estaba demasiado cansado para retener los pequeños detalles que su mente agotada y laberíntica, no podía captar, inmersa en un cruel nudo de sensaciones, imágenes y dolor. Imposible seguir así, catapultado a una desmembración craneal encefalítica.
El frío helado, mantenía despierto el aturdimiento. Con las manos cosidas en los bolsillos, tomó el camino de regreso a casa.
Poco antes de llegar, ya escuchaba sirenas apagarse, murmullos y griterío. El vecindario al completo, más el público de cortesía y algunos “extras pagados”, se apiñaban cerca del portal, lo más cerca posible. Andy se acordó de la noche de los muertos vivientes.
Todos intentaban penetrar en el portal, escuchar y hacer preguntas frívolas, estúpidas y descabelladas, hasta creyó oir que se hacían apuestas.
La madera ardía mal y el fuego no prendía.
La policía de vez en cuando los retiraba unos pasos, atrás, atrás, no entorpezcan el trabajo . Pero no conseguían vencer a la curiosidad. El acto novedoso, como es lógico, rompe la rutina y hace la vida más llevadera, olvidando por un corto período, lo mal enfocados que estamos en la fotografía de la vida.
Las aglomeraciones siempre le habían producido pánico. Un cierto miedo sónico, ajeno a su personalidad. Ardoroso y claustrofóbico subterráneo, un impacto en lo más remoto del desconocido reptil interior, que sisea en silencio, preparando el veneno y el momento de la mordedura decisiva.
Intentó de mala gana abrirse paso entre los amotinados inquisidores.
Un Mundo absurdo de dispares acusaciones, gritos, rumores, murmullos, olores repugnantes de madrugada, halitosis y violentos electrochoques, se le vinieron encima. Sus sentidos, camuflados, estaban sencillamente irritados. ¡Cómo era la gente! ¿No podemos dejar a los muertos en paz…?
Un madero que tenía visto por el barrio, vendiendo “chocolate” a los colegas, marcaba la raya blanca alrededor del cuerpo inerte.
Entre paréntesis: no deseo que se malinterprete cuando hago referencia al cuerpo encargado de velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, ni a los políticos que los dirigen. Que quede bien claro, que no tengo nada en contra, ni a favor tampoco, por lo que me mantengo neutralmente al margen y esto va también por Andy López. Y que no pretendo generalizar, ¿o sí? Simplemente hago mención de algunos casos concretos y aislados, sin que nadie se escandalice y si se ofende, será porque se dará por aludido… aquello de que las verdades ofenden ¿verdad? Porque como todos sabemos (nuestro único consuelo es creer que sabemos lo que ignoramos), tanto los ciudadanos civiles como el sistema constituido, suele caer en el encanto azucarado de la corrupción y manejar los asuntos sucios (que alguien tiene que hacer ¿no?), desde el lado más oscuro, dentro de una ya, corrompida sociedad.
…Y el que esté libre de culpa… que tire la primera piedra…
Aclarado este punto, estábamos con el amigo, marcando de blanco la aureola de la muerte. Ipso facto, la ambulancia sin sonoridad ni colores psicodélicos, no corría ninguna prisa , se llevó el cadáver, tapado con una pálida sábana. Un punto al buen gusto, sí, todo un detalle. El crimen envuelto en delicado papel de celofán, listo para regalo.
Entre tanto fotógrafo, periodista y policía, distinguió al Sargento Martínez, dando órdenes impertinentes a “sus” hombres. Mandatos que se perdían en el claroscuro vacío de una filmografía malograda en el primer fotograma, desmayado en el piso del escenario, síntomas de diagnóstico, infarto de saturación social por indigestión popular.
El Sargento Martínez sobreactuaba, era un pésimo actor, por ello nadie le hacía caso. Dictaba con amenazas, prepotencia y una desmesurada falta de tacto. El Sargento no se aguantaba de pie. En Cosmopolitano, por su afición a la bebida, abreviaron el apellido, apodándole “Martini”. Siempre se hallaba con algún grado de más, en lo que correspondía a un sargento. Su aliento apestaba tanto como sus estúpidas palabras, manchadas de incoherencia.
La gente, que se había quedado sin muerto y lo habían dicho ya todo, sintieron el ridículo, el frío y la humedad. Con inhibido disimulo se largaron a sus casas, para seguir desde allí el caso y sacar sus propias conclusiones, hipótesis inventadas y retocadas que irían de boca en boca hasta llegar a ser ciertas, derrumbando cualquier duda.
Cosmopolitano era un barrio de tarjetas de paro, obreros y trabajadores precarios con escasez de medios. Pocas personas podían permitirse tener un local de propiedad y los que lo poseían era la sedentaria herencia de generaciones olvidadas de origen.
En Cosmopolitano convivían juntos blancos, negros, rojos y amarillos.
La miseria no entendía de colores. Orientales, Occidentales, el misterio del collage humano se desentendía de territorios.
Andy López, vivía en una alcantarilla, rodeado de ratas de cloaca. En unos pocos metros cuadrados, se apiñaban todas las razas, todos los continentes. De las casas, no sólo saltaba la pintura. A menudo un bloque de pisos se venía abajo y sus moradores vivían trágicos siniestros. Familias enteras protegiendo a los suyos, cuerpos lactantes amparados por padres temerosos, lanzándose de los balcones y ventanas, queriendo escapar de la locura.
En la calle, reporteros grababan para algún canal televisivo, fotógrafos cogiendo instantáneas para los periódicos. Ambulancias y bomberos todavía no habían acudido. ¿Alguien les ha avisado? Incontestable.
Líbrame de todo mal. Esta era una cita apropiada en sus apenas conocidas mentes, porque aquellas tribus, mayoritariamente, se aferraban a las creencias de dioses. Es curioso que las personas sin recursos tuvieran fe y acudieran como refugio a curanderos y a la ignorancia divina.
Aquí se habla de una esquina indigente, pero lo mismo ocurre en fachadas materialmente ricas. Da igual San Gervasio, Sarrià o el barrio chino. El humano es en todas partes el mismo trapo sucio. ¿Hay excepciones?… Bip, bip, bip… Programa borrado.
!Estupendo Kim!. Muy serio tu relato porque tienes la maestría en la punta del lápiz. Bip, bip, bip… aquí se habla de una esquina abierta…