En el espejo del lavabo se miró de la cabeza a los pies. Mojado sin llover. Tenía un aspecto lamentable. La gente no se había percatado porque el balón les mantenía en trance. Atrapados por la pequeña pantalla, gritaban enfervorizados, vitoreaban, insultaban eufóricos a los jugadores, al entrenador, al árbitro, al presidente del club, a la afición rival… ¿aquello era un deporte? La humanidad se sujetaba con muletas. Quizás Andy fuera la desmedida, la antítesis de la paradoja, el veinte por ciento del pensamiento de la población, sí, seguramente se quejaba de todo, refunfuñaba y se había vuelto huraño urbanizador de la razón, despotricando esto y lo otro, repitiendo siempre las mismas palabras nefastas, inductoras a la depresión. Sí, desde luego se comía el coco cantidad… pero es que no podía entender la mayoría de las cosas que con un poquito de esfuerzo serían problemas solucionados. Pecaba de ingenuo… de inocente. Nunca aprendería…
Entendía el deporte necesario y muy sano, incluso la competitividad podía llegar a ser escalafón o plataforma de la amistad, claro que miraba el lado positivo. Pero lo que antes se denominaba deporte, ahora, llevado al paroxismo, era un hipnótico para dormir las malas conciencias y poder dominar fácilmente a los ciudadanos cada día más cruzados de brazos.
No podía entender el gran movimiento de dinero que se manejaba y lo que es más, la ironía de las pobres gentes que lo generaban; muchos de ellos no tenían para dar de comer a sus hijos. Eran los más entusiastas sin conocer la derrota del fanatismo. Decididamente el Balón pie era un negocio político mafioso, uno más de ellos, entrando en todas las casas, asolando en la prensa rosa del corazón, iniciando sucesos violentos, enfermizos, dejados sobre las gradas de los campos… rabia, racismo… y sangre. Mas líbranos del mal, amén.
Cada jugada polémica, cada gol, venía seguido por petardos y cohetes.
Al margen de la historia, Andy se secó y adecentó lo mejor que pudo. Comió, bebió, pagó y marchó lo más discretamente posible entre los jalonados gritos de los hinchas histéricos que habían presenciado un tanto de su equipo.
¡Joder con la peña!, dejadme pasar, por favor, que voy a salir a la calle.
¿Qué pasa, es que no te alegras de que hemos marcado? ¿No serás un cabrón del otro…?
No, no, que va. Me alegro un montón, estoy contento y satisfecho, por eso me voy, porque ya sé que ganamos…
Oye espera, olía a litros de cerveza . Colegas, aquí tenemos a un detractor que se burla de nuestra afición y de nuestros colores.
Démosle un escarmiento para que no vuelva a venir por aquí, traidor.
Lo agarraron entre no sé cuantos, lo zarandearon, le golpearon y maltrataron, echándolo a patadas a la calle. Todos reían, se había cumplido su ley. El tiempo seguía estando en el mismo lugar. ÚItimamente el suelo se había convertido en su trono y lo ocupaba asiduamente.
Pese a los moratones, Andy sintió alivio… después de la tormenta llegaba la merecida calma. La vida no le había dado ningún abrazo, así que no tenía demasiado que agradecer. Andy el perdedor, se decía que los perdedores son los verdaderos artistas de la existencia resumía su pasado en una lucha de espermatozoides, de la que por desgracia resultó ser el ¿vencedor?, penetrando en la trompa materna, el útero y la estancia en la placenta. Fueron, se atrevería a decir, los días más felices . ¿Porqué su Madre no había abortado?, le habría hecho un gran favor.
No conseguía encontrar un sendero que le llevara al equilibrio, a la estabilidad de una vida cerebrada. La ambigua leyenda de múltiples personalidades, ramificaban sus mentes por distintas morales, instintos secretos jamás compartidos por la memoria guiada por la diversidad de almas y corazones. Como vulgar baraja de naipes marcados y repartidos en infiernos que comenzaban a arder. Arrepentimiento, buena conducta. Un tropiezo y otra vez a la celda de castigo. Hoy no había platos sobre la mesa. En la radio música clásica, el último que cierre la puerta…
Una barquita en el Pacífico navega en aguas de seda, sin tripulación.
Qué puede haber más sensato que los elementos unidos en calma.
Hoy no vas al colegio, hijo, tienes mucha fiebre. Levanta un momento y siéntate aquí, acercando una silla mientras te hago la cama.
Acatarrado, se adentraba en la limpia suavidad táctil de sábanas perfumadas de acogedora protección y lazos emotivos de seguridad.
Te quiero mamita… te quiero mucho… ¿me vas a contar un cuento?
Mamita también te quiere, pequeño. Más que a nada en el mundo… claro que te voy a contar un cuento.
Sentándose al borde de la cama, le ponía la mano sanadora de una Madre en la frente para controlar la calentura.
La mujer procuraba retener en la memoria las historias que le contaron de niña, que no eran muchas. Eran tiempos difíciles, de pobreza y calamidades. Desde los ocho años se ocupaba de dos hermanos menores y de hacer las labores de casa. Debía ayudar a su madre enferma… su padre… le dijeron que murió en la guerra, ella obró con cautela y nunca preguntó para averiguar la verdad. Estaba segura que no le agradaría, así que optó por callar y tragarse la curiosidad.
Casi siempre terminaba por inventarse uno, empezaba improvisando y se sorprendía del cauce imaginativo que poseía, ella, una mujer tan voluble, o eso creía por entonces. Quizás por ahí le venía la vena literaria a Andy.
Esto pasó hace mucho, muchísimo tiempo. en una tierra virgen donde poblaban los pastos para los animales de la zona. Un hermoso y frondoso bosque flanqueaba un tierno valle en la falda de unas montañas tan altas como los vientos que pintaban los cielos de purpurina, creando efectos mágicos. En este punto el chiquitín ya dormía, mas la Madre seguía hablando acaso para saber como finalizaba “su cuento”, o tal vez para acercarse lo ilimitable a una infancia que hasta entonces no había sentido su aguijón.
Otras noches, cuando no había cuento, Andy esperaba con los ojos cerrados que el sueño se apoderase de él. Se entretenía en seguir el rastro de la mujer. Pasos que circulaban por las distintas habitaciones, imaginaba los instantes, las situaciones. Madre deslizaba la escoba por el piso. Su mano batía huevos en el plato con un tenedor y vertía el contenido revuelto sobre el aceite hirviendo de la sartén. Encendía y apagaba las luces sombreando las paredes del pasillo. Abría y cerraba los grifos goteantes. Una suave y reconfortante quietud de bienestar y armonía se adueñaba a esas horas de la casa. Aquellos simples y mundanos ruidos estaban encantados por una fina textura, una capa de estrellas causantes de un sueño que llegaba apacible y fantástico, el dulce beso de buenas noches.
De lejos se oía el cucú de algún reloj marcando los cuartos. Incrédulo experimentado, no deseaba tropezar de nuevo en la misma piedra, reincidió en asegurarse de la hora que señalaba su reloj de muñeca, las doce y trece minutos. Bien, volvía a estar donde se suponía que debía estar, entre los restos fecales de los mortales. Se acordó de Andreas y su fiesta. Buscó en el bolsillo el papel de fumar, asomó cuando ya lo daba por perdido, hecho una bola arrugada. Encaminó sus botas hacia la dirección anotada. Llamó varias veces al timbre. Esperó. Aporreó con la mano. Esperó. Pegó la oreja a la puerta y esperó, se oían voces, risas y música de fondo y más cerca unos tacones agigantándose.
Por lo menos no le clavaron un cuchillo en la espalda mientras esperaba que le abrieran… los había con suerte, ¿el que quedaba o el que se iba…?
Un comentario sobre “El Reflejo de los sueños en lunas rotas(Perdido en la eterna oportunidad) 17”
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Estupenda primera parte, sobre la afición al (¿obsesión por el?) fútbol, magnífica la descripción de su infancia, las sensaciones recordadas.