Cada noche, cuando llega la hora del descenso final del día, me amarga la idea de extinguir las luces e invocar a ese horrible monstruo que me desterró de su abrigo hace ya tiempo, el sueño.
Me lanzo con ganas de surfear sobre las violentas olas del Dios Rem, pero la resaca siempre acaba dejando mi desalentado cuerpo a la deriva de una serie de pensamientos amenazantes para los que debo sacar mi espada, y defenderme de ellos.
Las mantas no me arropan, lejos de esta sensación, lo que hacen es atraparme, cerrando a cal y canto cada puerta de mi mente desubicada por el cansancio.
Sólo me queda la esperanza de encontrar entre sábana y reproche una armadura caballeresca que me encuadre en el duelo en que me encuentro sin nadie a quien acudir.
Intento afilar mi artefacto bélico para que resulte lo más incisivo posible, pues mis demoníacos despertadores de conciencia no se derrotan fácilmente.
Mis ojos, aunque cerrados, reciben las visiones de manera más clara que el resto del día, cuando se encuentran atentos a los desvaríos delirantes de ese corral humano que nos envuelve para convertirnos en una insulsa sociedad de borregos. Y así, cerrados, me hablan de todo lo que no quiero saber, de todo aquello que huyo por no saber cómo afrontar las realidades que surgen deslizándose por mi piel, sólo de mí. Me hablan de todo aquello que temo,con una serie de teorías absolutamente autoritarias, ya que no hay nadie más con quien contrastar tamaño océano de revelaciones incorpóreas. Me hablan de mí, de mis tristezas, mis fracasos, mis frustraciones, mis pasos en falso, mis retrocesos… Y se hacen largas, muy largas las noches.
Relajo mis músculos. Inspiro… espiro … Inspiro … espiro… Ya me siento como en el quirófano, con la boca abierta de par en par esperando poder parir por ella todo aquello que tengo que engendrar y que no surge si no es a través de ilegibles alaridos adornados con las tiernas lágrimas con cuyo elixir saco brillo a mi espada.
Una vez vomitado un gran lago de dolor, sin secar las lágrimas de mis ardientes mejillas, rebusco en mis crueles pensamientos, amasando con dedicación cada palabra, y pellizcando algunas de ellas para sacarles las letras suficientes para formar la palabra VALOR.
Después de un rato de amasijo, la encuentro, y me la tatúo con fuego en las entrañas. Me miro fijamente, me planto frente a mí mismo, frente a mis desafíos más hirientes. Desenfundo la espada que me acompaña cada noche en mi cama e intento penetrar mi carne nociva con su filo reluciente de lágrimas, pero a día de hoy, aún muero cada noche.
2 comentarios sobre “NOCHES DE CAMA Y ESPADA”
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. Acojonante. Y lleno de valor. Carlota preguntaba por la fortaleza. Así es como a mi humilde parecer se engendra la fuerza. Gracias.
Pequeña muerte del día a día, el sueño.
Onírica, tétrica aproximación al acto de domir.
¡Umm, qué sueño! pero si dormir es un plaaacer.
(ala! me meto en el sobre!zzzzz)