Hace tres veranos, en el parque de siempre, con los de siempre, entre humo y risas se acerca una mujer de unos cuarenta, con un traje formal y pregunta por Moha. No le conocemos, pero intuimos para qué le necesita. Las apariencias engañan.
“Esperaré aquí” dice tranquilamente y se sienta en el césped. “¿Me pasáis unas caladas?”.
Al parecer cogió confianza y empezó a contarnos su vida. Anécdotas del todo surrealistas que hacían reír disimuladamente a la mayoría, mientras el resto la mirábamos entre divertidos y extrañados.
“Esta tía no lo ha pasado bien” me susurra Pepa, para quien la tristeza ajena es tristeza y nunca objeto de burla.
Unos minutos más tarde, todos estábamos callados, ella también. La situación era algo incómoda, así que, supongo que para crear un entorno más acogedor, sacó de su bolso una bolsa de plástico llena de piñas y empezó a distribuirlas cuidadosamente alrededor. Los ojos se nos abrieron como platos. “Manías que tengo…” Silencio.
Ayer, en el parque de siempre, éramos muchos menos los que velamos por la tradición…Mientras nos poníamos al día se oyó un chasquido y una piña gigante cayó pesadamente del pino de al lado. Menuda suerte no estar debajo…
“¿Te acuerdas de la loca de las piñas?”
No dio tiempo de contestar, cuando una mujer de unos cuarenta se acerca con paso lento a la piña, se agacha a cogerla, la acaricia y se la lleva entre las manos como el mejor de sus tesoros. Mira extrañada nuestras caras desencajadas y se va entonando un tarareo calmo. Sonreímos.
“¿Dónde están los demás?”
“No lo sé.”
“Descuidamos nuestra piña.”
Silencio.