Pasaron los minutos en mis dos relojes. En el más grande, el de la esfera plateada y las agujas rosadas, descubrí un páramo de fértiles esencias. En el más pequeño, el de las manecillas en forma de flor abierta, comencé a perdonar esos minutos cargados de tristeza: “… y estaba triste la princesa aquella tarde de abril en que los pájaros habían abandonado sus trinos para escuchar el suave rumor de las aguas y aquella tonadilla que algún zagal tocaba en las laderas del semiescondido valle…”