“Los impulsos estéticos de cada época son complejos y es una torpeza reducirlos a un estereotipo. En el arte y en el pensamiento del siglo XVIII convivían factores tan enfrentados como la exquisita frivolidad decorativa del rococó, la admiración “racionalista” por la serena elegancia de la Antigüedad grecolatina y también la importante atención al lado más obscuro de las pasiones que palpitaban en el tempestuoso Sturm und Drang” (Hasta aquí lo que escribe Antonio Díaz Bautista en su columna “Lunes de Música” del diario La Verdad.
Pienso yo ahora en el Partenón de Atenas como efecto revolucionario de su época. También pienso en el “pathos” romántico de las óperas de Gluck (Orfeo y Eurídice, Alcestes y Paris y Helena).
El filósofo Rousseau, a su vez, resaltaba la poesía como elemento primordial del teatro que era, entonces, una verdadera colección de arias musicales.
El caso es que por las óperas han desfilado, barrocamente, muchas Venus: la bella Helena de Troya y las guapas Juno y Minerva por ejemplo.
Por eso amo las óperas del XVIII.