Canta la alondra sus últimos compases en la sombra abigarrada de un almendro, bajo cielos bajos y nubes despiertas con color de plata. La montaña abrupta libera ímágenes de taquicardias. Tictac. Tictac. Tictac. Ya maduran en sus cúpulas las campanas de la iglesia donde se escucha el gorjeo infinito de las palomas zuritas. El granado y espigado corazón de las doradas cabelleras del trigo eleva su nivel imaginado en las riberas del río fresco y silencioso. Brisa un aire nuevo, como recién nacido de las horas, que habla de escorzos diáfanos junto a los flexibles juncos de suaves parpadeos. Pasta el sol en el bosque de las hayas y, entre los márgenes del secreto arroyuelo juvenil, algo sumergido entre pájaros de agua muestra el fino y delgado secreto de una doncella. Ella se baña, entera y desnuda, en el avivamiento del sensualista atardecer veraniego.