A pesar de que perdimos.

Época de Pitufos Fútbol Sala. Primavera. Pabellón del Barrio del Pilar (creo que fue en el Barrio del Pilar aunque no puedo afirmarlo del todo porque pudo quizás haber sido en el Polideportivo del Barrio de la Elipa pero, dicho sea de paso, siempre me ha ido bien con las Pilares que he conocido hasta el día de hoy). Cancha cubierta. En el segundo piso. Tenemos un rival que, poco más o menos, es similar a nosotros. Cuando sale el árbitro a la escena nos llevamos la sorpresa de que era una chavala muy guapa y que estaba muy buena. No nos importó ese detalle más allá de lo normal. Andrés y yo hicimos algún pequeño comentario no machista sino de admiración. A la hora de jugar nos olvidamos de quien nos arbitraba.

Pusimos toda la carne en el asador. Ante el asombro de todos vimos que la chavala que nos arbitrataba tocaba muy bien el pito (lo digo en el sentido deportivo de la palabra o sea que me estoy refiriendo al silbato). Fue un partido muy igualado y pudo haber ganado cualquiera de los dos equipos. El resultado justo, por lo que hicimos sobre la cancha, hubiese sido el de un empate. Pero la justicia no es, muchas veces, la que decide un partido de fútbol o de fútbol sala y la chavala que nos arbitraba fue totalmente imparcial. Quizás le caíamos más simpáticos (o quizás hasta más guapos aunque lo dudo) nostros; pero fue totalmente imparcial y no influyó para nada en el resultado. Con aquellos mimbres no podíamos hacer mejor cesto. Pusimos el cien por cien de nuestros sentidos (quizás el de la vista no tanto por culpa de la chavala) en el juego. Quizás ese fue nuestro error. Quizás fue que cuando estabamos a punto de tirar nos fijábamos más en ella que en la portería rival. Que Dios nos perdone si fue por eso, pero no dijimos ninguna grosería ni cometimos ningún hecho reprochable. El caso es que nos ganaron por la mínima. Eramos todos solteros (excepto Arana) y esa pudo haber sido la causa de nuestros pequeños despistes.

Al finalizar el encuentro, como líder del equipo, me dirigí a ella y la felicité dándole la mano no por lo buena que estaba sino por lo bien que había arbitrado. Bueno, como lo cortés no quita lo valiente, a decir verdad la felicité por ambas cosas. Andrés, que ejercía de capitán en aquella temporada (aunque a la hora de manejar el equipo lo capitaneaba yo) repitió mi deportivo gesto e hizo lo mismo que yo. La chavala ni tan siquiera nos dijo qué guapos sois o qué interesantes me parecéis. Nosotros tampoco le dijimos nada de lo que pudiéramos estar pensando (que por cierto no era nada malo) principalmente porque entre el público asistente y presente se encontraba su novio, un bigardo más cachalote que un marine en plena temporada veraniega. Guardamos silencio en el vestuario y nadie dijo nada más. Yo tampoco.

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