Todos tenemos un mundo interior y un mundo exterior. Somos, a la vez, lo que verdaderamente somos y lo que aparentemente somos a los ojos de los demás. En este contexto de la dualidad evidente de nuestras naturalezas humanas, siempre existe una verdad última que nunca puede ser expresada en su completa dimensión ni por la palabra escrita ni por la palabra hablada porque podemos llegar a deducir que la comunicación interpersonal también tiene límites. Por eso siempre somos aproximaciones a nosotros mismos en lugar de nosotros mismos en totalidad. En ese sentido, si alguien pregunta sobre la verdad y otro la responde, ninguno de ellos la conoce porque la verdad no está contenida ni por palabras ni por letras; la verdad está grabada y apuntada en la mente humana.
Sólo mirándonos hacia nuestro interior, sólo explorando nuestra naturaleza propia, podemos saber algo más certero sobre la verdad. Y este ejercicio es siempre mucho más intuitivo que intelectual. Cuando los hechos son los hechos en sí mismos, sin análisis ni deducciones que los distorsionen a través de la especulación interpretativa, estamos más cerca de la verdad concreta, estamos más directamente unidos a la verdad, a esa verdad que saca constantemente a la luz externa las paradojas internas de nuestro pensamiento conceptual. Es importante, por tanto, orientarnos hacia la acción de detener el proceso mental de nuestro pensamiento para quedarnos con la sustancia de los hechos, con su verdad neta. Eso se consigue solamente a través de expresiones verdaderamente intuitivas. Así es cómo podemos descubrir la verdad de nosotros mismos. Viviendo la vida de forma repentina y natural.
Cuando observamos una montaña es tal como es. Cuando estudiamos y analizamos a esa montaña la montaña deja de ser tal como es y pasa a ser tal como creemos que es a través de nuestra interpretación y nuestras reflexiones. Cuando volvemos a mirar a la montaña una vez dejada ya la interpretación y las reflexiones, la montaña vuelve a ser lo que es. En otras palabras: nacemos y el mundo es de una forma determinada; vivimos y el mundo pasa a ser lo que nosotros interpretamos que es; morimos y el mundo vuelve a su estado inicial, a ser lo que verdaderamente es.
Vuelvo al principio. El asunto es que tenemos una verdad interna (la de nuestro mundo interior) y una verdad externa (la del mundo exterior). Ambas verdades se solapan la una con la otra. No estoy hablando de verdades absolutas o verdades relativas (que es un enfoque totalmente distinto del tema) sino de las verdades netas, de las verdades últimas, de las verdades en sí mismas. La deducción final es que cada uno de nosotros y nosotras somos un número infinito de verdades diferentes pero no distintas. Somos como somos y, a la vez, como aparentemente somos para los demás. Por eso cada ser humano es un sinnúmero de cosas y todas ellas son verdades de nosotros mismos. La misma verdad siempre pero con un número infinito de acentos. Somos infinitos acentos de una sola verdad. Y cada uno de esos infinitos acentos diferentes son partes inherentes de nuestra única verdad, esa verdad que nunca llegamos a reflejar totalmente mientras estamos viviendo porque pertenece a nuestro mundo interno y no a nuestro mundo externo. Pertenece a lo que somos y no a lo que dejamos entender que somos. Y es por eso que cuanto más y mejor nos conocemos a nosotros mismos más y mejor somos verdaderos.
Esa eterna dualidad que nos atrapa, ying-yang, mientras el espejo nos proyecta al infinito.
Muchos besos Diesel
Me iluminas, Diesel, porque tu reflexión bien la podían haber escrito maestros del zen como Dogen, Hakui, Bankei o Shosan. Has realizado una bella exposición interpretativa sobre la verdad y yo sólo puedo añadir ese pensamiento zen que dice: “Si comprendes, las cosas son como son. Si no comprendes, las cosas son como son”. Las cosas son siempre como son, como tú tan fantásticamente deduces, y la montaña es montaña y los seres humanos somos seres humanos, por muchas variaciones que seamos a través de las infinitas interpretaciones que hagamos o nos hagan los demás. !Excelente!. Un beso.
!Azento, azento… profundo pensamiento!.