El rostro de un hombre inmenso y brutal. Reflejos dorados de un campo de trigo. El azul intenso del cielo. Gemidos, estertores, enlazados con chillidos de pánico. Huecas carcajadas procedentes del infierno. La escena se tiñó de sangre. Percibió la muerte como un flash.
Se agitó al salir del trance. Su rubia cabellera dibujó una media verónica. Un sudor frío le recorrió todo el cuerpo. Notó el vello erizado y los poros comprimidos. Intentó recoger las cartas que yacían sobre la mesa pero, perturbada por la violenta escena, había perdido todo control sobre sus manos. Reprimió el vómito y, consternada, soltó la baraja.
Sentado frente a ella, Falcón se dio cuenta de como la sangre abandonaba el demudado rostro de la pitonisa.
-¿Qué ha visto? ¿Qué es lo que ha visto?. –Le preguntó Falcón contagiado de su angustia.
Falcón llevaba dos meses en un estado de continua agitación. Preso de los nervios sufría insomnio, le faltaba el apetito, y sus deseos sexuales habían desertado. Conocía muy bien estos síntomas, pues su fino olfato más de una vez le había salvado la vida: El peligro lo acechaba. De alguna manera él también se consideraba un adivino.
Pero Falcón ignoraba quién era el enemigo contra el que se debía prevenir, y los médicos no encontraban nada. “Está usted perfectamente” “Es psicológico” “No piense en ello y se pondrá bien”.
Por eso estaba en la consulta de la adivina: quería conocer al adversario que lo esperaba emboscado: Un cáncer… un ser de carne y hueso… O quizá se hacía viejo y sólo eran imaginaciones.
Antes le había prohibido escarbar en el pasado, no era de su incumbencia.
Ella lo informó de que nunca lo hacía. Se limitaba a leer el futuro en las cartas. No era una vidente que rescatase imágenes en el tiempo, y sin embargo…
-Dígamelo. Lo que sea…
La pitonisa, lívida como un cadáver, sólo encontró fuerzas para indicarle que se marchara.
Falcón era un hombre de mediana edad que pasaba de los cincuenta. Grande, facineroso, recio y duro. La adivina apenas llegaba a los treinta. Su media melena, rubia y rizada, y su cuerpo frágil, le daban el aspecto de una niña, pero depositaria de tantos males y sufrimientos, tenía el alma de una vieja. Sólo llevaba dos meses en la ciudad… y ahora esto…
– No me iré hasta que me diga lo que ha visto. –Le advirtió con un chorro de voz gruesa recién salido de su caverna.
Y era una advertencia que, quien lo conociera, la tomaría muy en serio. Sobre su espalda transportaba los crímenes más horrendos y una bolsa llena de delitos de diversa consideración, pese a lo cual permaneció siempre impune, opaco ante la más leve de las condenas. Ahora llevaba cinco años retirado, dedicados a negocios casi legales, como una casa de prostitución, donde además colmaba sus enfermizos e insaciables apetitos sexuales… antes, cuando los tenía.
Aquel depravado ya era un hombre rico y, a pesar del respeto que da el dinero, más que respetado, temido
Echó mano a la cartera y depositó dos billetes de cien euros sobre la mesa.
– Dígamelo. –Le repitió impacientándose.
– No. Aquí no. –Se aventuró a responder la pitonisa, completamente confundida y más atenta a sus manos que a otra cosa: poco a poco recobraban el color.
– Bien. Venga a mi casa esta noche.
La adivinadora se estremeció ante aquella proposición, y a punto estuvo de escupir los ojos como dos perdigones.
– No. No visito fuera del consultorio. –Le chilló alarmada. Todavía le temblaban las manos-. No hago excepciones.
Falcón se inquietó más al percibir a aquella vaticinadora disparada como una alarma. Menos que nunca cejaría en su empeño.
– Escúcheme –imploró Falcón-, si es por sus clientes, no tienen por qué saberlo. Nadie tiene por qué saberlo. Vivo solo, en un edificio de dos plantas de la calle Jamaica, a unos trescientos metros de aquí. Hay una señora que viene a hacerme las cosas, pero sólo está por las mañanas. Nadie tiene por qué enterarse.
La adivina lo estudiaba con sus ojos azules, que parecían pedazos de hielo. Falcón se volvió a dar cuenta.
De nuevo echó mano a la cartera y puso tres billetes más sobre la mesa.
– Son quinientos euros. Le daré otros tantos si me dice lo que ha visto. ¡Mil euros! Póngase en mi lugar, si sé lo que me ocurre, o lo que me ocurrirá, quizá todavía este a tiempo de atajarlo. Venga esta noche.
Embrollada por las palabras de Falcón, que insistía e insistía, y el sinfín de ideas, imágenes y sensaciones que cruzaban su cabeza como un torbellino, permaneció un largo rato en silencio, extraviada en sus pensamientos, hasta que un sabor metálico inundó su paladar. Era el sabor de la muerte.
– Soy un hombre influyente y adinerado –perdida la paciencia la amenazó con un dedo-. Si no me dice lo que vio esté segura que le haré la vida imposible. –Al instante se arrepintió de sus palabras. Amenazarla era inútil. Podía inventarse cualquier historia y él no lo sabría.
Pero presionarla más era un error. Ella ya había tomado su decisión.
-Está bien. El próximo lunes a las once de la noche. Iré a su casa.
Faltaba una semana.
-¿El próximo lunes?. He de saberlo hoy. ¿No ve el estado de angustia en que me encuentro?.-Suplicó torpemente Falcón, tan poco acostumbrado a hacerlo.
– Comprenda, señor Falcón. He de hacer consultas y comprobaciones. Llevan su tiempo… Puede incluso que el lunes sea demasiado pronto.
A regañadientes aceptó. ¿Qué otra cosa podía hacer?
– Al menos adelánteme algo.
– Sería precipitado. Y sea discreto –le recordó la pitonisa con recobrada firmeza-. Si se lo cuenta a alguien o no está solo se acabó. Lo sabré. No dude que lo sabré. Soy adivina.
Tras la marcha de Falcón, se estremeció de nuevo ante aquella terrible visión.
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Eran las once de la noche. Las calles desiertas la habían acompañado hasta allí. Portaba ropa oscura y holgada, y una pañueleta anidando sus cabellos. Un Falcón desmejorado, constreñido por la angustia de la larga semana, la llevó a un rincón de la espaciosa sala y, con el tembleque de la mano, le indicó una silla en una mesa de naipes, redonda y forrada de feltina verde. Del Falcón frío y despiadado sólo quedaba un manojo de nervios.
-Necesito una botella grande de plástico vacía. De agua, de refresco… da igual. Si no la tiene, un almohadón o una almohada. Es para el ritual. –Le explicó la divina.
Flacón le entregó una botella acabada de vaciar y tomó asiento al otro extremo de la mesa.
La adivinadora le quitó el tapón a la botella y la examinó concienzudamente, girándola varias veces, como si pudiese leer en sus entrañas al igual que en una bola de cristal.
– Vale.-Confirmó posándola sobre la mesa. Sin más preámbulos, rompió el precinto de la baraja con sus manos embutidas en unos largos guantes.- Nada debe contaminar la lectura.- Se justificó.
Al llegar a la tercera carta volvió a estremecerse. Falcón lo percibió.
-¿Qué pasa? ¿Qué ha visto?- La interrogó, prisionero de la ansiedad.
-Lo siento mucho. –Le respondió la adivina alzando los ojos de la mesa.
Falcón, sobresaltado, dio un respingo hacia atrás que casi lo tiró de la silla.
-¿Qué…? ¿Qué me pasa? ¿Alguien va a matarme? ¿Quién…? ¿Estoy enfermo? ¿De eso se trata,… no? –balbuceó Falcón, atropelleándose.
La adivina permaneció sorda a sus preguntas. Con la mirada inerte, lo observaba fijamente. Falcón interpretó su silencio como la peor de las noticias y la asumió con gravedad.
– ¿Cuánto tiempo me queda?. –Quiso averiguar Falcón, ya carente de todo aliento.
– Menos de cinco minutos.
-¿Qué? ¿De que me está hablando?. -Su rostro exánime se irradió de sorpresa.
– Le hablo de un campo de trigo y una niña que fue violada brutalmente hace muchos años. ¡Cuánto sufrimiento! Pero aquella niña sigue viva –Le aclaró la adivina repleta de hostilidad. Con un movimiento ágil agarró la botella de plástico y se puso en pie.
-¿Qué…? –Intentó indagar Falcón, desorientado.
Trató de moverse, pero carecía de control sobre sus músculos. Un sudor frío lo bañaba, y toda la sangre había huido a refugiarse en algún escondrijo de su cuerpo.
Falcón comprendió todo en un instante: Su malestar, su ansiedad, su alerta ante el peligro…, la baraja nueva, los guantes, la pañueleta, la botella de agua, tanto secreto…
La semana que necesitaba la adivina era una excusa para…, para conseguir…
Por primera vez conoció el miedo.
De algún lugar la saya de la adivinadora apareció su mano sosteniendo un revolver. Sin vacilar introdujo el cañón del arma en la boca de la botella, para amortiguar el ruido del disparo. “Maldito Falcón. Date por muerto”, pensó.
-¿Tú? ¿Tú eras esa niña…?