La espita de la olla a presión comenzó a lanzar su característico sonido mientras doña Alfonsa Pérez-Gines de Lamadrid, despertando de su sempiterna modorra, se rascó los sabañones de sus dos orejas, grandes como dos platos soperos, mientras seguía con los rulos enganchados en aquellos sus pelos totalmente canosos y que parecían pelusillas de piel de conejo, mientras todo el pueblo de Sos descansaba y, pinchado en la mugrienta pared del solitario comedor, el alamanaque zaragozano se había detenido en el pasado 1973 mientras que, tan lejos de la capital de España como ella, su comadre y parienta más o menos cercana, doña Fernanda Moreno-Espinosa de Lamadrid, se mordíá las negruzcas uñas, tanteando con la lengua su postiza dentadura, después de haber tenido que pasar el estropajo, en su retirada casa de Osuna, a la sartén que, de tanto uso, habá perdido todo el brillo tal como le sucedió a ella en su vida por los madriles. A ambas dos viejas celestinas les unía, además del parentesco, los desamores vividos como la purga de sus pecados, la purga de sus traiciones, la purga de sus cobardías. A doña Alfonsa Pérez-Ginés de Lamadrid la había dejado sola ante el altar el chulo Guti de Lavapiés y a doña Fernanda Moreno-Espinosa de Lamadrid la había engañado, por completo, el mexicano Mario tras haberla enamorado durante la Feria de San Isidro, en el Paseo de la Florida como ella recordaba con total exactitud. Así que mientras doña Fernanda seguía raspando, con estropajo y uñas, la roña adherida a su sartén de mil y una pitanzas, doña Alfonsa se habia levantado del sofá descolorido y desvencijado, para acudir a la olla exprés que amenazaba con explotar y hacer volar su chabola en mil pedazos.
Doña Alfonsa y doña Fernanda, atrapadas en la soledad por culpa de sus amores y el desamor, están, ahora, solamente locas de remate. Quienes las conocieron en los madriles sólo saben, de ellas, que están completamente idas.