Cuando la nostalgia del sol de la tarde me pone estremecido -sombra pálida entre otras sombras menos vaporosas- se me despierta el afán por descifrar en un libro todo el misterio del mundo y me dejo estar horas largas, horas pacientes y nítidas de sentires, interrogando la aureola que circunda, como halo impreciso, la actitud meditativa que se asemeja a los vírgenes recodos de las brumas del camino que hay abierto frente a mí.
Y me entretengo en querer adivinar los ardientes misterios del humano que ha escrito ciertas líneas que me llegan al alma; pero una quietud de suspenso en la vida, en una dulce y precoz interrogación, hace que sólo exista cierto despejar de ideas que luego, cuando salgo a pasear por los lugares queridos del barrio, me pongo a comunicar con ese vecino que siempre llega con otro libro bajo el brazo, que lo ha leído, que le ha dejado sustancia de filósofo emergente, que le ha dejado una huella en el pensamiento…
Y entonces es cuando, al borde de un vaso de cerveza, notamos que somos algo así como dos hermanos, quiméricos personajes manejando adjetivos al estilo oral y sustantivándonos en la manera de expresarnos más allá de cualquier prejuicio.
Eso es sólo una parte de lo que hacen los libros en mi ánimo: levantarme más allá de los mutismos y convertirme en un sentir compañero de un largo, largo, largo viaje… que termina junto a Ella, junto a mi compañera, la amada que me escucha y, con una certeza inigualable, me corresponde con sus sentimientos acerca de esa lectura que me ha llenado de complejas emociones… y después, entregados al amor, dejo el libro sobre la mesilla de noche y en el silencio del anochecer recuerdo la tarde… y le escribo un poema que dejo, blanda y silenciosamente, bajo la almohada, esperando que Ella lo lea cuando las luces del alba iluminan la alcoba y yo he salido a la tarea de volver a renacer…