La muchacha caminó sin titubear hasta su lado.
—Te estuve mirando nadar. Tú eres Néstor, ¿no? Yo soy Sofía.
—Mucho gusto. Tú eres la novia de Nico, ¿verdad?
Ella se rió pero no contestó. Su rostro era muy hermoso, y su cuerpo, sinuoso y tallado.
Las furtivas miradas de Néstor habían ya intuido el sentido de esas delgadeces y esos espesores y, en ese trance, esta vez, una víbora fugaz acalambró su espina dorsal desde su occipucio hasta la ínfima radicación sacra. Un ansia de profundidad y palpitación reptó por sus muslos e hizo nido en la copa de ese árbol interior que había crecido inmune a las imágenes de grandeza o a las éticas. El núcleo profundo de aquel dosel dividía la luz y las tinieblas en un escondrijo sin fondo, donde, cual en un Hueco Negro, penetraban sin sosiego los moluscos del mar, las tutumas frescas y los panales montados en las alas de una abeja reina.
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LA CAJA DE ÁUREA
Un cubo de acero de dos palmos por lado con una fina ranura en su cara superior era la urna en la que los poemas que venía escribiendo Áurea, desde niña, quedaban prisioneros y olvidados. La había visto formarse a partir de un simple alfiler, alimentada por ese temor que tenemos todos de volver a vivir momentos felices o aciagos de nuestra vida de peregrinos sin destino. Su brillo metálico, su frialdad y dureza eran cosas extrañas para su vida provinciana. Era una caja sin ningún mecanismo de apertura, cerrada en sí misma, insobornable, que cumplía su cometido de impedir que las manos de la poeta la abrieran y hallaran esos trozos de vida anudados en líneas azules y sinuosas que historiaban tristezas tanto como anécdotas de júbilo o de desasosiego.