Cada atardecer, Álvaro hacia el mismo recorrido desde su casa hasta la playa, eran tan solo unos cuantos metros por un camino de cañas y arena que le conducía hasta la solitaria cala, a la que acudía desde hacia ya algunos años, tantos que había perdido la cuenta. Salía portando bajo un brazo su caballete, una silla plegable y en la otra mano un lienzo y su estuche de pinturas. Todos los crepúsculos igual, siguiendo así, algo que con el tiempo y la rutina, había terminado por convertirse como en un ritual. En la misma roca del malecón desplegaba su silla, montaba el caballete, colocando en él un lienzo inmaculado, sacaba los pinceles, la paleta y se sentaba pensativo mirando hacia el mar. Observaba como el Sol iba siendo engullido lentamente por las azules aguas, adivinando el placer del Sol, viéndolo derretirse en la serenidad del océano.