Y se sentó a esperar que pasara. Pero no sucedió. La calma no llego, y por cada minuto que el reloj restaba al día, el nudo en la garganta se cerraba más, haciendo imposible ya respirar, imposible pensar.
Sentado en la escalinata de una casa desconocida, sus manos sudadas encendían un cigarrillo tras otro, como si el humo nicotinoso doblegara de algún modo misterioso las ganas de salir corriendo, de quebrar los vidrios de los autos estacionados y gritar, gritar hasta que el dolor acabara.
-Que termine, que termine- repetía en su cabeza, tratando de borrar la imagen recurrente en su mente.
Intentó levantarse, pero sus piernas estaban unidas al suelo, como si una fuerza invisible conspirara para su sufrimiento.