Hace ya años, mis hermanos y yo teníamos la costumbre, junto con el grupo de amigos, de ir los domingos, muy de mañana, a jugar al fútbol a la Casa de Campo de Madrid. Entonces no estaba prohibido jugar fútbol allí. Lo hacíamos en un descampado rodeado de numerosas encinas que estaba situado en el punto de encuentro entre el llamado Camino del Valle de los Puentes y la llamada Carretera de Rodajos, cerquísima de las tapias donde había una salida de donde arrancaba el camino, cuesta abajo, hacia el pueblo de Húmera.
El caso es que una mañana de esas (por estas mismas fechas de finales de noviembre), muy fría y llena de neblina, llegamos al lugar (entonces estaba permitido aparcar los automóviles allí mismo) y vimos, con gran sorpresa, que de una de las encinas colgaba el cuerpo inerte de un joven. Se había ahorcado. Se parecía muchísimo a cualquiera de nosotros. Y nos quedamos más helados que el ambiente. ¿Jugamos? preguntó uno del grupo. ¿Qué hacemos? dijo otro. !Jugamos! dijimos todos por fin de acuerdo. Y comenzamos a jugar con el ahorcado como único y espectral espectador.
En una de las jugadas intrascendentes del partido, ocurrió algo que para mí sí tuvo trascendencia: el balón salió rodando ligeramente y se detuvo justo a los pies del ahorcado. Atrapado, exactamente, entre los zapatos del suicida y el irregular suelo. Volvimos a quedarnos todos más helados que el ambiente invernal. ¿Quién se atrevía a ir allí a recoger el balón para continuar con el juego?. Hasta que Eduardo se atrevió. Y seguimos jugando con aquel inerme espectador hasta que llegó un coche de la policía y, descolgando el cuerpo, se lo llevó… (luego leí al día siguiente, en El País, que resultó ser un joven que acababa de ser dado de alta de un hospital psiquiátrico).
Tanto me impresionó aquel hecho que, al llegar a casa, mientras me duchaba, no hacía más que pensar en él. Y al salir del baño escribí un pequeño poema que nunca me atreví a mostrar a nadie.
Ahora, muchos años después, he encontrado el poema en un viejo cuaderno y me decido a publicarlo. Se titula “Quejido” y dice así:
!Cuánto dolor colgando de la encina!.
Un aire desgarrado en sus latidos
eres tú, suicida de la brisa.
Un aire desgarrado e inerte
que pende del péndulo arbóreo.
Si mañana se abriesen las compuertas
y el zócalo de la razón se obstruyese
tú serías el primero en conocer
la fuerza centrífuga del viento.
Tambaleándose en el aire de la despedida
tú vendrías a reinventar la vida
con un nuevo mensaje de emociones
más allá…
más allá de las fronteras
y de los naranjos en flor
y de las primaveras…
No sé. Muchas son las reflexiones, de vario carácter, que podríamos entresacar de este hecho, pero no me atrevo a reflexionar más. Dejo abierta la espita a cualquier interpretación. Sólo siento, ahora, a varios años de luces y tinieblas de distancia, que mi alma se descarga de un pesado fardo por haber comenzado aquel partido de fútbol sin esperar a que lo descolgasen. Y mi conciencia parece que se alivia un poco.
Suceden a veces hechos que nos hacen meditar durante toda nuestra vida. Y todos jugamos, en cierta manera, en las líneas fronterizas que existen entre la vida y la muerte. ¿Quién no ha sentido alguna vez esa rara sensación de estar haciéndolo así?. Un saludo.
Me haces pensar, diesel, en una experiencia que tuve yo hace tambièn algunos años. Vi a un hombre arrojarse al vacìo desde un viaducto. El cuerpo chocò sobre el asfalto y quedo totalmente sin vida. Había unos niños jugando a algo de infancia y esquivaron el impacto milagrosamente. Y entonces yo comprendo que hay paradojas en la vida que nos llevan a pensar en algùn mistèrico poema para estos suicidas que, no por valor ni por cobardía, sino por desesperación o por querer culpar a la sociedad de sus fracasos, nos hacen pasar unos momentos de verdadera reflexión. Yo, como tú, tampoco acierto a expresar reflexiones demasiado conspicuas sobre aquel suceso.