No podemos crecer, por así decirlo, sin adentrarnos en esa especie de senda luminosa que nos va haciendo descubrir los indicadores simbólicos de todos nuestros anhelos. Senda cualquiera, por allí por donde vivamos, que nos va forjando como personas dentro de la naturaleza de este mundo histórico que flota, hiperbólico, en nuestras manos. Buscamos, continuamente, los signos necesarios e imprescindibles, de carácter masculino y femenino, que nos producen la sensación de que somos tributarios de la realidad circundante; para ir forjando la verdad, la particular e intrínseca verdad de cada uno de nosotros, sin la cual no significamos nada. La existencia humana se consolida en la continua prolongación de nuestras ansiedades. Y siempre esas señas de identidad son un conjunto de fuerzas que nos acompañan hasta el final. Es lo que muchos llaman personalidad; la doble puerta por la que entramos a la vida y salimos de ella.
En esa búsqueda de signos no todo es ruido comunicativo; necesitamos también un poco de tiempo diario en soledad para serenarnos y hacer acopio de voluntades con el fin de seguir abriéndonos rumbos en el sucesivo caminar de las cosas. Ese es el reto que todos nos formulamos para ir llenándonos de materia proyectiva y crecer en la dirección de nuestro maduro comportamiento. No hablo de normas rígidas y preestablecidas que coaccionan nuestra libertad, sino de la fungible y tangible tarea de superar el temor y entregarnos al destino de nuestras propias capacidades.
Buscamos signos interpretativos que nos identifiquen, paulatinamente, a medida que vivimos los acontecimientos que más nos emocionan; los que dejan huellas indelebles en nuestro carácter y los que nos hacen sentir que hemos aprendido un poco más. Buscamos signos vivientes; signos que nos formulen la meta a la que anhelamos llegar con todo nuestro entusiasmo en plena ascensión de nuestros sueños; signos que superen las moribundas concepciones de quienes pronostican la fatalidad final. No. No hay signos que pronostiquen la fatalidad final. No existen. La vida siempre ha sido así. Sucede que hoy existen muchas pluralidades de signos que antes no existían. Pero la vida ha sido siempre así: una búsqueda de signos para interpretar el infinito.
Y los sabios de este mundo buscan y buscan signos más allá de las estrellas… cuando los verdaderos signos de la vida están ante sus ojos. Son los niños y las niñas de este hoy en que nos convertimos en seres sin maldad. Pero los sabios de este mundo no comprenden bien. No comprenden bien por qué un niño o una niña puede amar una flor, jugar con un perro o transformarse en príncipe y princesa. Los sabios de este mundo siguen buscando signos más allá de las estrellas sin darse cuenta de que la estrellas están aquí, a ras de suelo, jugando a cosas tan infantiles como contar cuentos de gnomos y duendes encantados; contar cuentos de seres que vinieron de otros mundos. Fantasías. Sí. Fantasías infantiles son los verdaderos signos que los sabios de este mundo no aciertan a descifrar porque los están buscando más allá de las estrellas.
Billones de galaxias titilan ante el ojo auscultador de los telescopios de los sabios de este mundo que no se dan cuenta que los verdaderos signos de la vida están aquí, a su lado, porque son los corazones latentes de esos niños y esas niñas que hablan de Peter Pan, que hablan de Campanita, que hablan de Wendy, que hablan de los Niños Perdidos del Bosque, que hablan del Capitán Garfio…
Y así, acumulando signos con nuestras experiencias más vivas, nos vamos conjugando como seres capaces de cambio evolutivo. Al final siempre queda el mismo epitafio para todos: “Nací, crecí y morí, luego existo” (por lo menos para los que creemos en la Eternidad).